26 de julio de 2018

Conferencia Magistral

EL ORATORIANO SEBASTIÁN VALFRÉ: TESTIMONIO VIVO DE LA CARIDAD

Ponente: R. P. RICARDO ÁLVAREZ PÉREZ C.O.

“La fe constituye, a lo más, un héroe, pero que el amor constituye a  un santo; que la fe no puede más que situarnos por encima del mundo, pero que el amor nos lleva hasta los pies del trono de Dios; que la fe nos puede hacer sobrios, pero el amor nos hace felices”.

(Cardenal Newman, Sermones Parroquiales).

El primado de la Caridad.

Permítanme partir de un texto tomado de la Bula: Misericordiae Vultus: “El Señor nos dejó bien claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de las exigencias suyas, porque la misericordia es el corazón palpitante del Evangelio[1]. Hay un texto paulino que nos introduce como preámbulo a este compartir, sobre el testimonio heroico de la caridad vivida por nuestro Beato Sebastián Valfré, y que analógicamente comenta Juan Calleri : “La caridad de Dios difundida en el corazón del Beato Sebastián se manifestaba con señales tan evidentes que a semejanza del Santo fundador del Oratorio se veía frecuentemente precisado a desabrocharse el pecho…”[2].

En la carta a los Romanos el apóstol señala,”…que la paciencia nos hace madurar y que la madurez aviva la esperanza, la cual no quedará frustrada, pues ya se nos ha dado el Espíritu Santo, y por él amor de Dios se va derramando en nuestros corazones” (Rom. 5,4-5).

El texto paulino de  Rom. 5,5 nos abre posibilidades para acercarnos al pensamiento del apóstol y de su ministerio de predicación y de su basta doctrina teológica a su vez profunda y estimulante.

El Espíritu Santo y su presencia en nosotros, como testimonio ya san Lucas al hablar de la Tercera Persona, en los Hechos, en el acontecimiento de Pentecostés, es ahí donde precisamente la acción del Paráclito que en la efusión de su gracia en la génesis de la Iglesia impulsa con fuerza a asumir el compromiso de la misión para testimoniar  el Evangelio por los caminos del mundo, ya los apóstoles realizan la labor misionera en varias regiones, Samaría, Palestina y Siria, como una clara expresión de la esencia de la Iglesia en su dinámica misionera y evangelizadora.

El apóstol Pablo no se limita a expresar la dimensión operativa del Espíritu Santo en el misterio Trinitario, sino que también ofrece una visión de lo que el mismo Espíritu hace en la vida del bautizado, a saber como su unción marca con un sello la vida toda de la persona.

La presencia del Espíritu en la vida del cristiano, en su ser, pues es él quien habita en nosotros (cf. Rom 8,9; 1 Cor 3,16) “Dios ha enviado a nuestros corazones su Espíritu” (Gal. 4,6).

El Espíritu penetra hasta lo más profundo de nuestro ser; ante ello el apóstol escribe: “La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte (…) pues no recibiste un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien recibiste un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar; ¡Abba, Padre! (Rom. 8,2.15), dado que somos hijos, podemos llamar “Padre” a Dios.

De esta manera se puede contemplar la vida nueva que el cristiano ha recibido en los sacramentos de la Iniciación Cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía), una nueva relación que lo ubica en relación objetiva y original de filiación con respecto a Dios.

Así pues no sólo somos imagen suya sino además hijos suyos. Y esto nos invita a vivir plenamente nuestra filiación, siendo hijos adoptivos formamos parte de esta gran familia eclesial. Es necesario pues que esta realidad objetiva sea transformada en una realidad subjetiva determinante para nuestro pensar, actuar, en sí para nuestro ser. Siendo elevados por Dios a la dignidad de hijos suyos, en Jesucristo, el Padre nos da y restituye, la condición filial y la libertad confiada.

Es específica en la fe Cristiana  la convicción de que el Señor resucitado, el cual se ha convertido él mismo  en Espíritu que da vida, (1Cor 15,45), nos da una participación original de este Espíritu.

En el primado de la Caridad, es donde  se resume el Seguimiento, en el primado del amor teologal. En el desarrollo de la vida, tiene que ver mucho la norma de perfección cristiana  o con el ideal de identificación personal. Con la crisis de auto-imagen, la generosidad recibe la bofetada de la realidad, que sitúa el amor en confrontación con las limitaciones propias y las dificultades del entorno. Habrá que mantener el horizonte, aunque se sienta lejano: la vida sólo merece la pena si se ama. Integrar el crecimiento personal (que aveces requiere un sano egoísmo) y el más de la Palabra (Logos) exige sabiduría y tiempo, por que la pedagogía divina actúa así. Habrá un  momento en que la conciencia radical del pecado eche a pique toda pretensión de llegar a amar de verdad. Pero será esta experiencia  de la incapacidad de amar la plataforma (base) inesperada para descubrir al amor primero y fúndante de Dios. Y, en consecuencia, la fe en el amor gratuito de Dios se irá constituyendo en una nueva capacidad de amar. Despliegue no controlable de un corazón que se libera de ataduras y se ensancha. Amor de Dios y del prójimo se unen[3]. El amor teologal comienza a tomar la iniciativa, paralelamente al primado de la fe y de la esperanza.

En el Seguimiento:

*Resulta claro que la tensión escatológica del Reino predicado en Galilea era cuestión de amor teologal.

*Que no cabe seguir a Jesús, por más que se le quiera, sin amor teologal.

*Que el amor de misión se consuma en la misión de amor hasta la muerte.

Las síntesis, intuidas y anticipadas en la iniciación y fundamentación adquieren ahora nitidez y fuerza, se puede entrever el itinerario marcado en la vida del Beato Sebastián Valfré y que podemos enunciar de la siguiente manera:

  1. Destacar que el eje vertebrador de la persona reside en el amor. Densidad antropológica y Revelación convergen indefectiblemente en la vida y acción pastoral de Sebastián.
  2. Que Dios es amor, y de Él recibimos el amor, pero este amor no distingue entre amor de Dios y del prójimo, porque es el mismo, el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones (Rom 5,5). Toda espiritualidad que no una por dentro cielo y tierra, la relación con Dios y la ética, todavía es pre-teologal.
  3. El amor no tiene forma, y por ello debe informar la oración y  la acción; la pasión, la tarea y la pasividad, los carismas y las formas de vida eclesial, las mediaciones y el corazón, de tal modo que sin amor todo es nada (1Cor 13). Concentrar la existencia en el amor es, sin duda, don único del Espíritu Santo, sabiduría que nos hace ser hijos en el Hijo. Algunos cristianos han sido llamados como María, la Madre de Jesús[4] y nuestra, a vivir esta concentración en forma de ocultamiento, para que toda la Iglesia sepa desde dónde y cómo es vivificada, de ello también es ejemplo Sebastián Valfré su vida y ministerio aun en la minoridad de una vida direccionada por el Espíritu se traduce en diakonia, ¿porqué qué es el amor, sino servicio y entrega generosa a los demás?.
  4. Este amor es eterno, ya que es la Vida del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. ¿Qué es creer, sino acoger la revelación del Amor absoluto en Cristo Jesús?¿Qué es la esperanza, sino dejarle a Dios que lleve a cabo sus promesas? Cumplimiento confiado en su voluntad, que es lo mejor que nos puede pasar. Pero el amor es ya vivir en este mundo, en la oscuridad de la fe y en la desapropiación de la esperanza, lo que nos dará en el cielo con plenitud de experiencia feliz. Cambia la percepción, no la realidad. Por eso, el infierno consiste en no amar.
  5. El amor se traduce en una vida de servicio, en la comunidad de Jesús “ser primero”, es decir, estar más cerca de él, se obtiene únicamente por la renuncia a toda ambición de preeminencia (Mc 9,35: ser último de todos) y por una actitud de servicio (diakonía) a todos los miembros de la comunidad (“servidor de todos”); para ser grande hay que hacerse siervo, hay que solidarizarse con los oprimidos de la humanidad entera. Antes de exigir servicio de los demás, hay que prestarlo y estar dispuesto a trabajar por la liberación de los oprimidos (Mc 10,44s par.).
  6. En resumen, la cristificación como camino de santidad en la vida de Sebastián Valfré se identifica con el proceso del amor teologal. Aquí se apoya la pedagogía de la personalización, al hacer el contrapunto entre el camino evangélico del discípulo y el discernimiento de los distintos niveles del amor teologal.

Desde esta perspectiva, hemos de considerar el entretiempo. Cuando parece que llegamos a la cima y tocamos el cielo de la vida cristiana, hay que recordar que estamos en la tierra, en el entretiempo. Esta tensión necesaria nos ubica en el realismo de la vida, un sano realismo que en la camino de los Santos toma una dirección de confianza en la fe, de itinerario y de ejemplaridad para los bautizados.

Sin humildad, el edificio está amenazado de raíz. Y será el mismo Señor que se encargue de demolerlo. “El que esté de pie, mire no caiga” (1Cor 10,12). A más altura, más conciencia de la desapropiación y del pecado. ¿No es acaso esta una constante en la hagiografía que nos presenta la Iglesia, al leer la vida de los Santos? ¿La de nuestro padre Felipe Neri o la de Sebastián Valfré?.

Algunas señales interiores y exteriores nos ayudan a estar en esta actitud de vigilancia, tan encarecida por Jesús (cf. Mt 25). En el primado de la Caridad es ahí donde  se resume el Seguimiento, en el primado del amor teologal.

  • La tendencia a asentarnos en lo conocido.
  • Los acontecimientos imprevistos, que nos colocan en la verdad de nuestro proceso de transformación.
  • Caídas que nos parecían superadas.
  • La diferencia entre Jesús y nosotros, contrastada al leer el Evangelio.
  • La Eucaristía, con su desmesura de amor, a la medida del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (dimensión trinitaria) .
  • La nostalgia del Espíritu que grita dentro de nosotros: “¡Ven Señor Jesús!”.
  • La contemplación de María y de los Santos, en su obediencia de amor oculto.
  • La obediencia de las Constituciones como camino para configurar nuestro corazón a la vida familiar (consejo constante de Sebastián Valfré a sus cohermanos)[5].
  • EL dolor porque el Padre apenas es santificado, y lo que falta hasta que se realice el Reino, cuánta división entre los hijos de Dios, opresión de los pobres, resentimiento, y miedo a la muerte… Esto exige hoy mas que nunca como respuesta a una cultura de muerte, la dimensión de un corazón inflamado por la misericordia, para ser en la medida de la gracia, ministros de la Misericordia[6].

Viene a mi memoria espontáneamente una de las máximas de nuestro Padre San Felipe Neri a los jóvenes: “Cuando empezaremos a hacer el bien…”.

Es pues en esta sintonía, como el apóstol Pablo habla directamente del Espíritu de Cristo (Rom 8,9) del Espíritu del Hijo (Gal. 4,6), o del Espíritu de Jesucristo (de Flip. 1,19). Es también el Espíritu de Dios quien se manifiesta en la vida y en las obras del Señor crucificado y resucitado.

En el marco de esta vida nueva según el Espíritu, hemos de situar la vida y la acción pastoral del Beato Sebastián, pues es el Espíritu quien guía el proceder y la acción fecunda del ministerio apostólico y evangelizador que hacen de él en el ambiente y región del Piamonte un testigo creíble de caridad.

Adjetivos como: Padre de los pobres, el gloriosísimo promotor de los intereses de Dios, operario celoso del bien de las almas, gloria ilustre de la Congregación del Oratorio Turinense, hijo primogénito en los honores del altar, entre otros. Expresan de una manera clara cómo la acción de la gracia de Dios, la vida divina actuó en su corazón y cómo este fuego de la caridad inflamó su vida y ministerio sacerdotal, haciendo de él un vivo reflejo a ejemplo de su santo fundador en su época.

Con un profundo don carismático y profético supo desdoblar la gracia que había recibido de Dios desde su más tierna infancia y proyectarla en bien de los demás, percibió del mismo contacto con la Palabra de Dios en su trato cercano y familiar como la novedad fundamental que se da en la persona de Jesucristo, la experiencia y su relación con Dios su Padre como puro amor. Tal es la formulación de San Juan y de su escuela. Según el evangelista, la gloria y la riqueza de Dios es precisamente un amor al hombre sin límites y sin fallo (1Jn 1,14: “amor y lealtad”; “Dios es Espíritu”, es decir, amor activo (Jn 4,24); (1Jn 4,8) lo afirma rotundamente.

La idea de Dios-amor desbanca las concepciones propuestas tanto en el Antiguo Testamento como por otras experiencias religiosas. Por eso la fisonomía de Dios que va trazando la experiencia de Jesús cala de una manera profunda en la conciencia y en el corazón de Sebastián con algunos rasgos fundamentales, a saber:

  • Un Dios exclusivamente bueno. En primer lugar el Dios amor es exclusivamente bueno, es un Dios puramente positivo, sin ninguna ambigüedad, así lo expresa la 1Jn 1,5 “Dios es luz, y en él no hay ninguna tiniebla”. Jesús enseña que Dios es puro amor/vida, no es ambiguo. No inspira amenaza, peligro o temor. La presencia de Dios son causa de seguridad y alegría, pues, siendo amor, sólo desea potenciar y vivificar al hombre.
  • Un Dios que busca comunicarse. Dios que es amor, necesariamente tiene que comunicarse; su deseo es hacer a otros participe de su propia realidad. Esta es la idea de San Juan en el cap. 1; el proyecto de Dios, es que el hombre llegue a ser como él, y este se hace realidad en Jesús y sucesivamente en la humanidad nueva.
  • Un Dios que potencia al hombre. Para realizar el proyecto creador el hombre necesita ser capaz de amar hasta el fin. Capacitar al hombre para esa clase de amor es lo que Juan llama “el designio del Padre” (Jn 4,34; 6,38.40). En otras palabras, si el proyecto de Dios consiste en que el hombre alcance la condición divina, que es la plenitud de vida/amor, el paso inicial tiene que ser que el hombre posea la fuerza que le permita caminar hacia la plenitud. En el Nuevo Testamento a esa fuerza se le llama el Espíritu, participación de la vida/amor de Dios mismo, que se comunica al hombre por medio de Jesús (Jn 1,14.16). De esta manera, potenciando su ser el hombre puede comenzar el camino que lo irá llevando hacia la plena realización/personalización.
  • Un Dios siempre dispuesto a perdonar. El Dios-amor quiere compartirlo todo con el hombre, tanto su ser como su actividad. La gloria de un Dios que se presenta como Padre es precisamente el pleno desarrollo de sus hijos. Es por eso él mismo quien siempre esta dispuesto a perdonar. Así lo ilustra el evangelio de Mateo (18,21-22). Y en la parábola siguiente se muestra a un Dios dispuesto a perdonar aun las mayores faltas del hombre (18,23-35); si este es el comportamiento de Dios, el hombre no tiene ningún pretexto para negar a nadie su perdón. Para obtener el perdón sólo se requiere, por parte del hombre, el reconocimiento de su error/pecado, que de una manera u otra, consiste en cometer un daño o injusticia contraria al amor. Mientras el hombre no rectifique su actitud, no deja cauce para recibir el amor/perdón de Dios. El perdón manIfiesta el amor e implica la estima del hombre, al que nunca se considera como una causa desesperada. Siempre hay posibilidad de rectificación y de cambio.
  • Un Dios al servicio del hombre. El amor crea igualdad; de ahí que el Proyecto de Dios sea que el hombre alcance la condición divina. El Evangelio de Lucas lo formula con ese dicho de Jesús: “Un discípulo no es más que su maestro, aunque, terminado el aprendizaje, cada uno le llegará a su maestro” (Lc 6,40). Para realizar esa obra, Dios se pone al servicio del hombre. La igualdad que Dios desea se muestra cuando en la persona de Jesús llama al hombre “amigo” (Lc 12,4;Jn 15,15.18); paralelamente para expresar el amor de Dios a los discípulos, Juan usa el verbo “querer”, que en griego es de la misma raíz que “amigo” (Jn 16,27): “porque el Padre mismo os quiere”. La afirmación de Jesús “cualquier cosa que le pidan al Padre, en unión conmigo, os la dará “, significa que Dios pone su poder al servicio de la comunidad para la obra de la misión, es decir, para propagar el amor y la vida entre los hombres e ir creando una sociedad nueva. Mientras una parte de la humanidad se encuentra en situaciones de hambre, opresión, injusticia o falta de vida, no cesará el empeño de Dios y, por tanto, el de Jesús, para que la sociedad humana se vaya configurando de tal modo que favorezca el pleno desarrollo de todos. El único amor que el hombre puede ofrecer a Dios y a Jesús es su identificación con los más débiles y pobres de la tierra.
  • Un Dios débil. El amor, fuerza de vida, es omnipotente, pero su potencia sólo puede actuar si es aceptado. Un Dios-amor no puede ser responsable de los males de la humanidad. Muchos de ellos, de manera más o menos directa, y algunos palpablemente, son responsabilidad de los hombres, que no responden a ese amor; otros se deben a catástrofes naturales que podrían tener origen en el desequilibrio que el hombre ha producido en el mundo por su falta de sintonía con la naturaleza o también en las fuerzas difíciles de controlar que desata el proceso mismo de la vida. En todo caso, no dependen de Dios y, si existen, es porque no puede evitarlo. Es equivocado buscar explicaciones que hagan el amor de Dios compatible con el mal. El es vida incluso en situaciones de muerte, fuerza que ayuda a afrontar las situaciones límite con un horizonte abierto a la esperanza y por ende a la vida.
  • Un Dios tierno. El Dios-amor manifestado por Jesús difiere también del concepto de un Dios impasible e insensible, propio de las religiones o de la filosofía. Si Dios es amor, no es posible que permanezca indiferente ante la suerte de los hombres y ha de reaccionar con viveza ante aquellas situaciones humanas que se oponen al amor. El mal que sufren los hombres tiene que afectarle. Los sinópticos, ante determinadas situaciones humanas negativas, describen la reacción de Jesús con un verbo de sentimiento, “conmoverse”, que el Antiguo Testamento reserva para expresar la sensibilidad de Dios. De este modo ponen de relieve que Jesús, presencia de Dios en la tierra, reacciona como lo hace Dios mismo. Jesús se conmueve ante la marginación extrema a que la sociedad judía condenaba, en nombre de Dios, a los que consideraban “impuros”; responde oponiéndose a la Ley que sancionaba la marginación, privando así a ésta de su fundamento. Ya en Mt 9,36 se describe la misma reacción de Jesús. A la vista de la multitudes “se conmovió, porque andaban como ovejas sin pastor”. Ante esta situación, envía a los doce “a las ovejas descarriadas de Israel” (Mt 10,6). La ternura del Dios-amor, que se manifiesta en Jesús, debe ser también característica de todo hombre. Así lo sugiere Lucas en la parábola del buen samaritano (10,30-35). Como Dios mismo, Jesús se pone del lado de los despreciados por la sociedad: marginados, descreídos y gentes de mala fama (Mc 2,15-17); rescata con ternura a los que yerran (Mt 18,12-14). Su solidaridad con los pequeños y excluidos llega hasta el punto de hacer suya la causa (Mt 25,40) : “cada vez que lo hicisteis con uno de estos hermanos míos tan insignificantes lo hiciste conmigo”; de este modo, desde ellos, apela a la solidaridad humana para que acabe con la injusticia.
  • Un Dios dinámico. Otro atributo de Dios que queda matizado por la realidad del Dios-amor, es el de su inmutabilidad. El Dios-amor es inmutable en el sentido de que nunca cesa de amor, pero, por la naturaleza misma del amor, no puede contemplar impasible la historia de la humanidad sin participar ni comprometerse con ella; es decir, no puede ser un Dios estático. El evangelista San Juan define a Dios de esta manera: “Dios es Espíritu” (4,24). El término “espíritu” expresa dinamismo; originalmente era sinónimo de “viento”, significado que se prestaba fácilmente para simbolizar una fuerza impulsora invisible. Definir a Dios como “espíritu” equivale a decir que Dios es una fuerza, un dinamismo de amor y vida en constante actividad. En los evangelios sinópticos, el dinamismo divino se expresa ante todo en la idea del reinado de Dios, que significa en primer lugar la realización del hombre nuevo (aspecto individual), cuya tarea ha de ser la creación de una sociedad nueva que permita el pleno desarrollo humano (“el Reino de Dios” aspecto social). Tal es el proyecto divino para la humanidad. Jesús el hombre nuevo, constituye, a nivel individual, la realización del proyecto de Dios. El Padre ha encontrado en él una respuesta plena, pudiendo desplegar en su persona todo su dinamismo de amor. Jesús anticipa así el destino del hombre, él es la primicia de la creación acabada, de la humanidad nueva. La adhesión a él garantiza la realización del proyecto divino. En clara sintonía con este itinerario espiritual que fundamenta la acción y ministerio de Sebastián Valfré, Calleri apunta: “quien tiene el amor de Dios, nunca dice basta, pues cuando más se ha fatigado, tanto más pronto está para fatigarse”[7]. Si se vive en amor de obediencia, da lo mismo dedicarse a los pobres, que dedicarse a la oración, enseñar la vida de oración o que servir en la evangelización[8]. Por ejemplo cuando se habla de espiritualidad apóstolica en función de la tarea, y no a la luz de la obediencia del amor, bastaría leer la contemplación para alcanzar amor[9], para convencerse de que para Ignacio de Loyola no hay Reino sin amor teologal fúndante. Lo mismo habría que decir cuando se habla de encontrar a Dios en la inteioridad personal como ámbito único o prioritario del encuentro con el Dios vivo, baste mencionar como Valfré revela en su ministerio esta verdad que se transparenta en el apostolado que lleva al encuentro con el Dios Misericordioso[10], (Misericordiando), entendiendo esta expresión como el desdoblamiento de la acción pastoral con el prójimo, después del encuentro con la fuente primera de la Misericordia.

El valor del misterio Pascual vivido por Sebastián Valfré, anunciado desde la Caridad cristiana con el prójimo.

Sebastian Valfré como figura de hombre de Dios tal y como se reconoce en el ambiente del Piamonte y de una manera particular en Turín, esta determinado por un momento, la Italia barroca con toda su carga dramática, que hacen de nuestro beato un hombre carismático que sabe encarnar el evangelio y encarnar con su creatividad la buena nueva en este ambiente histórico al cual respondió con talante profético y extraordinaria acción pastoral, que para su tiempo se adelanta a varios proyectos que en el futuro serán retomados con mayor énfasis con clara expansión en otros proyectos eclesiales tanto en Italia como en otros países. Lo que destaca en el siglo XVIII es la energía, el coraje y la fuerza moral, incluidos desgaste físico en el acontecimiento que marco la vida de los turinenses, es decir en el asedio de Turín de 1706. Y resaltó este evento no por que sea el único o el más importante en su vida, sino por que él desentraña algunos aspectos delicados que motivaron la creatividad e inventiva de Sebastian en la ardua tarea de caridad que hubo de poner en práctica para tratar de resolver algunas situaciones de este fenómeno histórico que afectó a la sociedad y a la Iglesia de su tiempo.

El Asedio acaecido en la ciudad de Turín, trajo consigo varios desastres entre ellos la guerra y la muerte, ante ello el padre Sebastián clamó a Dios y a nuestra Señora en la advocación de la Consolata. El cómo afrontar esta realidad y cómo asumirla en esta situación epocal que el Papa san Juan Pablo II no dudo en llamar “cultura de la muerte”; es verdad que la muerte es también para el creyente un hecho irrefutable, como fenómeno exitencial y lugar teológico para mirar y reflexionar a la luz de la fe. Alguien ha dicho que es una y que nos deja mudos. Ante ella el ser humano se queda sin palabras. Si a pesar de todo hay una respuesta ésta no puede venir de los hombres sino de Dios. De hecho la fe en la resurrección surgió en el contexto de los mártires sacrificados injustamente (2Mac 7,9.22; Dn 12,1-3) y como una extrapolación del concepto de Dios. “No es un Dios de muertos, sino de vivos”, dijo Jesús a los saduceos que negaban la resurrección (Mt 22,32). Es como si hubiera dicho : “Ustedes niegan la resurrección porque no saben quien es Dios”. Sin embargo, no hay parte de la fe cristiana más opuesta al espíritu del secularismo que la esperanza  en una vida más allá de la muerte. Esta esperanza suena a evasión de este mundo. Se le reprocha que defrauda a los seres humanos, privándolos de vivir plenamente esta vida. “Si mi alma pertenece al cielo -dice Feverbach en La esencia del cristianismo- ¿cómo puedo yo pertenecer con el cuerpo a la tierra?”[11]. La fe en la resurrección funciona entonces como una piadosa coartada para toda clase de evasiones. Si se quiere devolver al hombre el gusto por la tierra es preciso renunciar al cielo. Sólo así la humanidad se concentrará en sí misma  y en el mundo presente.

Pablo por el contrario, no ve ninguna contradicción entre la fe en la resurrección y el compromiso cristiano en este mundo: “por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva (Rom 6,4), llevar una vida nueva en el Espíritu Santo, es la responsabilidad del cristiano, no ya como siervo del pecado sino como esclavo de la justicia, y no sólo más allá de la muerte, sino ya en la vida presente.

Existe una triple dimensión de la información en nuestro entorno y que producen un resquebrajamiento de las tranquilas certezas, a saber: abundancia, inmediatez, y diversidad.

Este cristianismo diluido, sin base teológica, ni mandamientos es muchas veces poco más que una vaga religiosidad difusa teñida de reminiscencias cristianas. Por otra parte, entre los elementos de la religiosidad tradicional se privilegian los elementos más supersticiosos y más paganos del cristianismo-católico, a saber (pseudoapariciones de Nuestra Señora, curaciones, expulsiones de demonios, y ritos cercanos a la magia). Esto muestra hasta qué punto esa religiosidad está ligada a una cultura que es parte de la visión del mundo y se transmite por tradición.

De ahí la necesidad de que el cristianismo pueda ofrecer a la sociedad de nuestro tiempo, desde su riqueza e identidad, un valor de la vida y de la persona, con todo su carácter profundo que desde la misma fe nos ofrece el Evangelio (la vida, persona y praxis de Jesucristo) devolviendo a la misma existencia la seriedad y la grandeza que ella contiene. Precisamente como antídoto ante la cultura del descarte y del egoísmo exhaserbado que todo lo licúa y termina fracturando.

Vertebrar sujetos es la misión de la Iglesia, formar, conducir y acompañar a la conciencias. ¿No es este el humilde servicio que el Oratorio puede ofrecer desde el rico carisma heredado por San Felipe y atestiguado por el Beato Sebastián Valfré?, todo ello en la dinámica de lo escondido y de la minoridad que son elementos presentes en la vida de la familia Filipense a través de lo siglos.

La situación de los cristianos en la sociedad, y su aporte a la misma.

En el desarrollo de la vida y del ejercicio del ministerio, Sebastián Valfré expone con claridad lo que una sociedad de ayer y hoy puede padecer, expresado por él como una enfermedad del alma, a saber la tibieza. Ésta entendida como contraria al ejercicio del amor cristiano, que mueve a la persona por la fuerza del Espíritu, encendida en un fuego abrazador a desgastarse por el Reino de Dios, haciéndolo visible con el testimonio de una vida evangélica. Es en el ejercicio de la caridad como expresión del amor de Dios el mismo que se opone también a la tibieza, terrible enfermedad espiritual, que diseca y debilita el alma en el buen obrar[12]. Posiblemente podríamos diagnosticar a la sociedad de nuestro tiempo liquida y sin fundamentos sólidos como una expresión de esta enfermedad que sitúa a la persona en un horizonte pálido y sin carácter; muestra clara de una falta de pasión por la vida.

Ya los Padres de la Iglesia advertían sobre la necesidad de que la persona saliera de la mediocridad espiritual de conformarse con una vida estática, y sin anhelo a la vida de perfección, antes bien enfatizaban como un alma con fervor renovado y revestida de la gracia pudiese, advertida de tal situación, caminar por el sendero de la santidad, como expresión del amor verdadero a Dios.

Drama de la civilización contemporánea es el tremendo desajuste entre el desarrollo científico-tecnológico y el correspondiente desarrollo moral. En un tiempo se pensó que la razón sería capaz de abarcar a un mismo tiempo, la dinámica del desarrollo de los medios tecnológicos y la aspiración humana hacia una organización racional de la sociedad, que reconozca la libertad y la dignidad de cada persona.

La identidad entre el logro de los objetivos tecno-económicos se ha quebrado para siempre y hoy se ve como posible que la especie humana se destruya así misma y destruya toda forma de vida en la tierra (armas de destrucción masiva, cambio climático, entre otras).

Al verse confrontado con este enorme desajuste, al cristiano no le es dado conformarse fatalistamente con la realidad del presente. El mundo real no es el verdadero mundo de Dios y el verdadero mundo de Dios no es todavía real. El deber y la responsabilidad de los cristianos es trabajar para que esa brecha se reduzca cada vez más, sabiendo que el reino de Dios, no se deja encerrar en los límites de un proyecto humano de una extrapolación histórica ó de una utopía futura.

En este contexto cabe recordar la conocida frase de Nietzsche acerca de los cristianos en Así habló Zaratustra: “mejores canciones tendrían que cantarme para que yo aprendiera a creer en su redentor: ¡más redimidos tendrían que parecerme los discípulos de este!”[13].

Redentor y redimido, son palabras fuertes y hablan de esclavitud de liberación y de libertad. El canto es la característica de las personas que han encontrado la libertad (cf. Ex 15). Ellos cantan con todo su ser, desbordan de gratitud, alegría y amor por la libertad  encontrada. Como aprecian ese tesoro, lo cuidan y lo desean compartir gozosamente con los demás[14]. No saben si pueden callar.

El verdadero cristianismo se funda en una experiencia personal. Esa experiencia se hace canto, y solo en último lugar es un concepto que está vivo en la medida en que se expresa y comunica a la experiencia. El hecho escandaloso, bien denunciado por Nietzsche, es que solo raramente se ve esa alegría y se oye esas canciones en la vida en los labios de los cristianos.

Si la vida y el lenguaje de los creyentes, no mueven a la fe sino al desdén o a la indiferencia, cabe pensar que se han vuelto vacíos en nosotros mismos. El mensaje  cristiano, en sus expresiones más esenciales ha dejado de ser en algunas ocasiones manifestación de una experiencia vivida. Y cuando conserva algún significado no siempre se hace oír como “buena noticia”.

En las palabras de Nietzsche se reconocerían muchas personas que han perdido la fe o que abandonaron progresivamente la práctica del cristianismo, y muchos no creyentes podrían aducirlas para desinteresarse de la fe cristiana y seguir en la increencia. La pérdida  de la fe, sigue el mismo orden. Lo primero que se pierde en la experiencia es la capacidad (laudativa) el canto, por que una comunidad que no ora, agradece y canta ya no es mas una comunidad cristiana. Los conceptos son más resistentes, pero esos conceptos y esas ideas, desligados de la experiencia, sobreviven sin convicción y sólo por una especie de inercia se mantienen. Ya no son portadores de una fe vivida, tienen una existencia lánguida, como las sombras, hasta que un buen día desaparecen. Pero desaparecen sin traumas, sin que nadie sienta dolor de haberlos perdido.

Esta situación es particularmente grave, porque los cristianos son lo único que tienen a la mano los no creyentes para recibir la verdad de la fe.

“Nos preguntamos qué es lo que hacen ustedes con la gracia de Dios, dice el ateo de Bernanos en Los grandes comentarios bajo la luna. ¿Acaso no debería resplandecer en cada uno de ustedes? ¿Dónde diablos han metido la alegría?. Los cristianos sigue diciendo, se consideran a si mismos partícipes de la divinidad. Pero es preciso reconocer que esa participación, no siempre se percibe a simple vista”. En tales condiciones, no deja de ser arduo practicar hoy la esperanza[15]. Ya el Papa Francisco en su exhortación Evangelii Gaudium en el número 2 expresa la situación épocal en la que vivimos y la cual está impregnada de una tristeza individualista que brota de un corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada… los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos y sin vida…[16].

Es necesario que recuperemos la identidad de discípulos, amados por Dios e invitados a encontrarnos con él, fuente de toda esperanza y alegría[17], para testimoniar con los pequeños detalles de la vida el servicio de caridad a los demás. Nos preguntamos, ¿no fue esa la vida de Sebastián Valfré como hijo de San Felipe Neri, que siendo fiel a su carisma no dudo en ningún momento de irradiar como el ápostol de Roma una candidez y solicitud a los más desprotegidos de su tiempo, impregnando con el suave olor de pastor a las ovejas heridas?. Esto lo expresa el mismo Sebastián con la expresión hecha pregunta: ¿Cómo podremos tender a la perfección de la caridad si el amor de Dios no nos conduce?[18].

La sociedad de la incertidumbre.

Cada época histórica tiene su configuración diferente. La diferencia puede ser mayor o menor según sea la distancia que separa en el tiempo y en el espacio a una sociedad de otra. Si se trata de grupos pertenecientes a ciclos muy alejados temporal y espacialmente no es de extrañar que las diferencias sean considerables, entre el siglo XVII-XVIII y el siglo XXI por ejemplo. Pero si tomamos en consideración dos etapas sucesivas de una misma sociedad, aparecen de inmediato que ninguna época histórica es una creatio ex nihilio. Las generaciones nacen unas de otras, de manera que cada nueva generación no parte de la nada sino que recibe del pasado a título de herencia, un cúmulo de ideas, conocimientos, costumbres e instituciones. Hay una cierta continuidad en los procesos históricos. La herencia del pasado es el punto de partida y la materia prima con que cada nueva generación realiza su propio trabajo intelectual y moral. Incluso los hechos más nuevos en apariencia como los descubrimientos e invenciones, están grávidos de pasado, porque tienen detrás de si todo el caudal de experiencias y conocimientos que los hicieron posibles.

Pero también hay discontinuidades y rupturas, si la etapa siguiente ha mantenido mucho de lo anterior, también ha desechado algunos elementos e incorporado otros nuevos, y en este sistema de preferencias y rechazos cada sociedad se expresa a sí misma y revela su propia  idiosincrasia.

Para cada generación, por lo tanto, vivir es una tarea en dos dimensiones:

Una consiste en recibir lo hecho y lo vivido por las generaciones pasadas.

La otra es dar libre curso a la propia espontaneidad.

He aquí la tensión que implica acércanos al bagaje recibido y las posibilidades que nos da el presente para recrear la vida y dar algunas propuestas a la generación de nuestros días, desde el Oratorio y la Congregación esto es posible por algunas características que en sí por carisma poseemos, a saber: la estabilidad, localidad geográficamente hablando, la inserción de nuestras comunidades en las vidas de las familias a las que se acompaña en su proceso humano y de fe, entre otras. Esta gracia especial vivida por Sebastián Valfré a lo largo de su estancia en la ciudad de Turín durante casi 60 años de vida en la Congregación[19] hacen de él un testimonio palpable de las raíces y las bases sólidas que necesita la sociedad de nuestros días, para sostener el andamiaje de una vida con sentido hay que descubrir la clave que da equilibrio a los proyectos personales y comunitarios hoy.

Toda sociedad está cambiando constantemente, y la innovación cultural es algo que se produce ininterrumpidamente, aunque no todas las nuevas formas sobreviven.

La inevitabilidad de los cambios sociales nos obliga a alinearnos entre los apocalípticos o los integrados. Estos últimos apologistas -los apologistas de la globalización y de la economía- aseguran un futuro venturoso: el proceso de mundialización que afecta hoy a todas las sociedades y a todos los grupos humanos ha puesto en marcha la era planetaria de la humanidad; este proceso traerá consigo la solidaridad de todos los pueblos por encima de las barreras de raza, cultura, religión y niveles de desarrollo; ya están a la puerta el paraíso  de las intercomunicaciones y el “fin de la historia”, entre estos fenómenos podemos mencionar los tan aplaudidos mesianísmos sociales, políticos y religiosos, que resulta un verdadero caldo de cultivo para nuevas frustraciones o de tiranías.

En el frente  opuesto afirman su posición los profetas de la sociedad del riesgo que pronuncia un futuro mas bien sombrío: el fin del trabajo, la crisis de la familia, la degeneración política, el imperialismo mediático, el relativismo ético, los alimentos transgenéticos, los cambios climáticos y el inevitable incremento de toda clase de desastres imprevisibles.

Esta lista podría continuar en el nuevo paradigma de universalidad, los seres humanos son considerados únicamente como consumidores potenciales. El mimetismo del consumo, potenciado por el enorme poder de los mass media, produce la ilusión de una solidaridad real.

La universalización de la razón científica y técnica nacida en occidente, constituye, un proceso incontestable para millones de seres humanos, que escapan así  a la fatalidad de la naturaleza. Pero ese progreso trae aparejada  la degradación aparentemente irreversible del medio ambiente y deja en la miseria a tres cuartas partes de la humanidad. Ambos escenarios futuros -el optimista y el catastrófico- son igualmente verosímiles, y resulta imposible saber a ciencia cierta en qué grado y con qué signo se cumplirán los pronósticos  de unos y otros. Todo puede pasar, lo único seguro es que no hay ningún determinismo forzoso: ni tecnológico, ni económico, ni ideológico. Nada en el pasado determina por completo el futuro. Lejos de estar escrito, el futuro esta abierto a todas las contingencias previsibles e imprevisibles. La que esta por venir es tanto una sociedad de riesgos como de oportunidades, y ésta ambigüedad la convierte en una sorprendente sociedad de la incertidumbre.

En las sociedades tradicionales, el curso de la vida es un estrecho sendero lineal de sentido único, que suele recorrerse desde la cuna hasta la tumba. Pero hay en muchas partes del mundo dónde ya no es así, y si no podemos imaginar cómo será la vida futura, sabemos al menos que tendremos que acostumbrarnos a cambiar. Ante cada encrucijada nos asalta el dilema de no saber si lo que tenemos delante es una oportunidad o un riesgo. La incertidumbre nos obliga a disponernos para cualquier eventualidad, de madera que el curso de la vida aparece cada vez menos como un relato lineal y se asemeja cada vez más al recorrido por un jardín de senderos que se bifurcan.

Esta situación es particularmente manifiesta en el terreno laboral. Hasta hace poco tiempo, la vida de una persona tenía tres etapas claramente diferenciadas. La infancia y la juventud estaban centradas en la educación, el aprendizaje de un oficio o de una profesión y la búsqueda de un empleo. Una vez completada esta primera etapa, sobrevenía la edad adulta, vertebrada por la familia y la dedicación a un empleo estable (mi trabajo, mi oficio). Por último, la jubilación cerraba el ciclo completo de la carrera vital. Este esquema biográfico tiende a modificarse cada vez más radicalmente.

Los avances científicos y tecnológicos imponen la necesidad de adquirir a cada paso una nueva forma especializada. La adquisición de nuevos conocimientos no concluye con la juventud, sino que tiene que seguir desarrollándose a través de toda la vida, es un proceso de reeducación permanente. En muchos casos, el surgimiento de una nueva técnica determina la eliminación de múltiples fuentes de trabajo, y los empleos vitalicios son sustituidos  por empleos fragmentarios, discontinuos y aun perecederos. Cómo esta situación se extiende más y más, el ciclo vital de muchísimas personas ya no es unilineal vertebrado por un solo trabajo, sino que se representa como multilineal y discontinuo. No abundan los modelos que sirvan de guía y resulta casi imposible andar por caminos trillados.

Esta situación plantea a la Iglesia un serio desafío y compromete el futuro de su presencia en el mundo y la relevancia de su mensaje para las nuevas generaciones.

A través de su historia dos veces milenaria, la fe cristiana ha penetrado en las vidas de millones de personas, ha forjado culturas y ha cambiado el curso de la historia. Pero la Iglesia, lo mismo que el evangelio, no se despliega en el vacío, sino que adopta concreciones históricas diversas (Lumen gentium, 8). En consecuencia, ha tenido que encarnarse en formas y estructuras siempre limitadas, sin dejar de ser al mismo tiempo evocadoras de su origen divino. Ha incorporado nuevos miembros, ha asumido nuevas formas y se ha propuesto nuevas metas.

La historia nos muestra, asimismo, que la Iglesia ha tenido períodos de progreso en los que respondió con inteligencia y responsabilidad a nuevas situaciones, y también periodos de decadencia en los que determinados individuos o grupos cerraron los ojos a la realidad, carecieron de un juicio certero y coartaron la libertad, a veces en forma violenta.

De ahí la necesidad de establecer criterios para el buen uso de la tradición. Si exceptuamos los casos de invención (es decir, las novedades que cada época crea) y los elementos que proceden de otros grupos por vía de préstamo o de difusión, todos los demás elementos de la vida social son tradicionales, hasta tal punto que se ha podido decir que la tradición es el hecho social por excelencia. Pero existe un buen uso y un mal uso de la tradición. Bien usada, la tradición es al mismo tiempo transmisión y recreación. Hay unos orígenes  que poseen cierta normatividad, y la transmisión debe acotar y mantener viva la franja del pasado especialmente crítica y sugerente para el aquí y el ahora. Pero ninguna tradición es por completo ajena a los vaivenes de la historia, de manera que tan necesaria como la transmisión es la recreación, que debería cumplir una doble función:

  • Por un parte, anular los callejones sin salida que necesariamente tiene todo pasado.
  • Por la otra, plasmar un proyecto vital que responda a las aspiraciones y necesidades del presente.

El Beato Sebastián Valfré puede ser considerado para nosotros, un válido modelo de Cristiano y de presbítero, en cuanto que el Papa Francisco en el número 24 de la Evangelii Gaudium ofrece como camino de santidad, un modelo de iglesia en salida, comunidad de discípulos misioneros, para nuestros días:

Sabe dar la vida y jugarla hasta el martirio .

Busca que la Palabra sea acogida y de esa manera, manifiesta su poder liberador y renovador.

La comunidad que festeja (las pequeñas victorias, de cada paso), la alegría inherente al trabajo misionero, como comunicación de la Buena Noticia.

Una evangelización gozosa, se vuelve belleza en la liturgia, fuente de renovado impulso donativo[20].

Estos puntos enunciados por el Papa Francisco se manifiestan con nitidez en la vida de Sebastián Valfré y dan respuesta desde el valor teológico de la Esperanza y como han de ser testimoniados en la tarea de llevar a cabo la responsabiidad misionera y evangelizadora, que fue tan actual en el siglo XVIII y lo sigue siendo hoy en pleno siglo XXI.

A la luz del Magisterio Eclesial.

El Papa Francisco en la exhortación apostólica: Gaudete et exsultate, en el número 2 aclara el propósito de este escrito, a saber: “Mi humilde objetivo es hacer resonar una vez más el llamado a la santidad…”. Por que él mismo afirma qué es lo que implica reconocer este llamado y apunta: “…con sus riesgos, desafíos y oportunidades…”. Es la vida de los santos, y su anclaje en la misma sintonía con los valores del Reino los que nos mueven a contemplar en ellos lo que la gracia de Dios ha hecho, en la más delicada tradición oratoriana, esto resulta un paso necesario para acoger los sentimientos, los dolores, y las esperanzas, las alegrías y las motivaciones más profundas de nuestros contemporáneos, y desde la cercanía exigida por el evangelio y por el magisterio de la Iglesia, echemos las redes al mar.

La vida de Sebastián Valfré con su perfil profético, se adelanta a su tiempo y atisba en el ejercicio de su ministerio algunos valores que el Vaticano II enunciará dos siglos y medio después, y que necesariamente tendremos que asumir en el camino pastoral de nuestras comunidades oratorianas a las que servimos.

Sin lugar a dudas el Vaticano II ha sido el gran intento realizado por la Iglesia contemporánea para adaptarse a los desafíos  del mundo moderno y responder con la fuerza del Evangelio y su novedad, iluminando a la cultura y a la sociedad. A pesar de las limitaciones y deficiencias, este Concilio ha sido el acontecimiento cristiano más importante del siglo XX, y quizá el hecho más creativo que produjo la Iglesia desde la época de la Reforma. Hoy permanece como herencia crítica y como tarea para la Iglesia del siglo XXI.

La significación histórica del Concilio no se ha decidido aún. Puede ser el punto de partida  de un nuevo paradigma eclesial y Cristiano, o una oportunidad perdida. A nadie se oculta, en efecto, que en los últimos decenios se ha abierto camino una corriente “restauracionista” que amenaza con liquidar  o reducir al mínimo la alternativa creativa e inspiradora del Vaticano II. Sólo el paso del tiempo  permitirá evaluar la verdadera proyección del Concilio, su capacidad para transformar  el modelo de Iglesia y su forma de hacer efectivo el diálogo con el mundo.

El modelo de Iglesia que nuestro Sebastián cooperó para construir con su testimonio callado pero constante, es el de una Iglesia, extrovertida (en palabras del Papa Francisco, en salida), aquella que va en búsqueda de los alejados, especialmente de los pobres y marginados. Pero es también la Iglesia del diálogo y de la apertura con las instituciones civiles y de gobierno de su momento, es además la Iglesia Madre que se aproxima con sensibilidad ante los dolores de sus hijos. Baste recordar el ejercicio del ministerio del P. Sebastián en La Turín de su tiempo con las revoluciones y conflictos internos y todo lo que desencadenó en la sociedad misma, este momento de convulsiones sociales, políticas y religiosas.

En muchos aspectos, para nosotros, el Concilio Vaticano II puede ser considerado un Concilio de transición. Su planteamiento eclesiológico no logró conciliar la jerarcología de los antiguos tratado De Ecclesia con la nueva comprensión de Iglesia como pueblo de Dios. Sus textos solventan con frecuencia el problema por medio de afirmaciones yuxtapuestas, que afirman la validez de uno y otro aspecto sin llegar a una verdadera síntesis. A pesar de todo, está fuera de duda que el Concilio rechazó los esquemas de corte piramidal para referirse a la Iglesia como pueblo de Dios. Esta concepción ofrece una base teológica para la acción conjunta y para la participación activa de los laicos en la misión confiada por Jesucristo a sus discípulos.

Ligado con la liturgia  está el problema  de la comprensión del lenguaje religioso. Durante siglos, el lenguaje de la fe cristiana ha mantenido una enorme estabilidad. Se le aceptaba sin mayor dificultad, ejercía un enorme influjo en la vida cotidiana  y determinaba el concepto que se tenía de la realidad. Hoy el horizonte de comprensión se ha modificado radicalmente, pero el lenguaje religioso sigue siendo casi el mismo. Aunque los simbolismos y expresiones tradicionales ya no logran comunicar de manera adecuada la experiencia cristiana, se insiste en mantenerlos sin ningún cambio significativo.

Habría que destacar cómo la preocupación de P. Sebastián Valfré, por la formación de los presbíteros y laicos es patente, y baste constatar como un signo profético el empeño que él hace por acompañar y dirigir con sus consejos y escritos a toda clase de personas, solo baste mencionar el basto contenido epistolario con el que como maestro y director de almas, acompañó a varios personajes de su tiempo, de ahí la necesidad de invertir tiempo, recursos humanos y económicos en esta ardua tarea, que queda pendiente hoy en muchos de los ámbitos eclesiales.

Por otra parte, la Iglesia católica invierte en investigación menos que cualquier otra corporación multinacional. La investigación no es valorada como se merece y apenas existen fundaciones católicas para estimular el trabajo de los investigadores en el campo

de la teología y de la moral. La mayor parte de la jerarquía no experimenta la necesidad de promoverla, porque piensa que la Iglesia ofrece un producto perfecto. La conclusión es obvia: si perdemos la batalla de las ideas es porque no la tomamos en serio[21].

En la historia de la Iglesia, la innovación raramente ha partido de la jerarquía. Casi siempre ha venido de los Santos, de los reformadores, de algunos movimientos apostólicos, de la investigación, o de grupos de intelectuales (teólogos, biblístas, liturgistas, pastoralistas), como los que allanaron los caminos para el Concilio Vaticano II (San Felipe Neri, San Francisco de Sales, Beato Cardenal Newman, Beato Sebastián Valfré). Pero no habrá quien tome el relevo si nos limitamos a memorizar las respuestas del Catecismo.

En este contexto conviene recordar una vez más las palabras de los Obispos de Quebec: “El espíritu democrático constituye una nueva relación con la verdad. La búsqueda por medio del diálogo y del intercambio está ahora en el centro de los procesos sociales y marca profundamente las mentalidades. La cultura de los medios de comunicación anima el debate, se alimenta de oposiciones, incluso de contradicciones que aparecen entre las diferentes posiciones puestas en escena. Si bien en esta sociedad los individuos están dispuestos a escuchar diversos puntos de vista, de entrada no están contentos con el sentido prefabricado, con la explicación ya dada. Es una sociedad de preguntas, investigación y objeción. Todo discurso que no puede escuchar una objeción y dar espacio a la pregunta se presenta como ideología a la cual la inteligencia debe someterse”[22].

Lo que aún queda por hacer.

Haber enfatizado la historia es una característica del cristianismo. El mundo antiguo vivía sometido a la fatalidad, es decir, a la necesidad que en el plano moral llevaba la resignación de los estoicos y en plano estético al hedonismo de las figuras trágicas como Prometeo y Antígona.

La sumisión al destino  y la lucha del que se sabe vencido de antemano tienen su belleza y su grandeza, pero son actitudes sin esperanza. Ya no hay nada que hacer; la lucha acaba inevitablemente en el fracaso. Edipo se arranca los ojos y Prometeo sigue pegado a su peñasco. Los dioses permanecen implacables, impotentes o ciegos.

La idea judeocristiana, por el contrario, afirma que nada es irreparable y fatal: todo puede ser recomenzado. El mal no es invencible. El mal puede ser vencido. Esta es la buena noticia que anuncia el evangelio y que propone como tarea a los cristianos. Como dice San Pablo: No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal haciendo el bien (Rom 12,21).

Sebastián Valfré a ejemplo de su santo fundador asume una realidad siempre nueva y la pone al frente de sus tareas apostólicas y caritativas, a saber el compromiso por la salvación de las almas[23], este aspecto integrador vuelve a ser una prioridad para la Iglesia, de esta manera recuerda a los pastores de ayer y de hoy que debemos estar con el pueblo para guiarles y sostenerles en su fe. Pero esta dimensión apostólica para su coherencia evangélica, era  necesaria conectarla con la vida propia en su comunidad filipense. Ya el Cardenal Newman fundador del Oratorio inglés había desentrañado la figura del Beato Sebastián Valfré, como modelo de la caridad efectiva para sus hermanos del reciente oratorio, al poner como modelo una vida conformada en la obediencia con la voluntad de la congregación[24].

Ante la pregunta, ¿Por qué hay tanto mal en el mundo? ¿De dónde proviene y qué sentido tiene? El cristianismo no tiene respuestas convincentes para estas preguntas. Ninguna respuesta teórica nos satisface. Pero si no puede satisfacer nuestra curiosidad, nos ofrece medios eficaces para afrontar el mal. No existen clasificaciones teóricas (por importantes que sean) sino alternativas prácticas, y he aquí la visión de futuro que trae consigo la pastoral enfocada en la persona singular y concreta. No se trata de comprender teóricamente el mal y el sufrimiento, sino de superarlos, y solo prácticamente pueden ser superados.

Hay que luchar contra el mal en  sus diversas manifestaciones,  corporales y espirituales, personales y colectivas, puntuales y estructurales. Jesús nunca hizo una concesión con el mal, ni pretendió legitimarlo. Su vida fue una lucha continua contra el mal. Su anuncio de la buena noticia a los pecadores y a los pobres era el reverso de una religiosidad legalista, que anteponía la observancia de las leyes a la salvación de las personas. Para Jesús, Dios se alegra cuando el mal es vencido.

Jesús pasó haciendo el bien, pero acabó su vida en una cruz. El mal penetró en su historia y la integró en la de los vencidos. Hay que tomar en serio el grito desesperado Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Y el silencio de Dios, en el momento de la crucifixión. Dios, en efecto, no hizo nada espectacular para evitar el trágico fin de Jesús. Pero en el caso de Jesús lo novedoso no ha sido el mal, sino la manera de afrontarlo. El sufrimiento no lo deshumanizó ni lo endureció. Él murió como había vivido: perdonó a los que le hicieron mal, alentó al buen ladrón y se preocupó por el futuro de su madre. El “Jesús para los demás” que nos presentan los evangelios ha sido coherente en la vida y en la muerte.

Jesucristo realiza en la historia una verdadera ruptura epistemológica: después de él es imposible pensar como antes sobre la justicia, la libertad, la lucha contra el mal y el horizonte último de la vida.

El mal es lo que no debe ser. De ahí que la respuesta más auténtica no sea una reflexión teórica sino la lucha contra el mal en todas sus formas. Para afrontar esa lucha no hace falta ser creyente. Bastan el sentido de la dignidad humana y la solidaridad con los que sufren. Algunos no creyentes, sin embargo, dan un paso más. Ante los campos de concentración, las salas de tortura y el sufrimiento de tantos inocentes, dice el filósofo de la escuela de Frankfurt, Marx Horkheimer, no podemos afirmar a Dios. Pero tenemos que vivir como si él existiera. Para que no triunfe el verdugo sobre la víctima, para que no desfallezcamos en la lucha, hemos de vivir como si Dios existiera. No podemos afirmarlo, pero sí desearlo, esperarlo y buscarlo. Receptivos a la duda, sensibles a la impugnación y sin caer en el dogmatismo, pero aferrándonos a una esperanza[25]. La experiencia del mal cuestiona todas las creencias; es la pregunta que nos desborda y que debe abrirnos a los otros. El ateísmo que dialoga con la religión, y viceversa, es el que tiene más futuro. De ahí la necesidad de un nuevo paradigma de Iglesia que dialogue, abierta las necesidades del mundo y que empatice con la sociedad de nuestro tiempo. Aunque ello implique vivir en la intemperie dispuesta a afrontar los desafíos que se le presenten con la seguridad que en los nuevos aerópagos modernos, el Espíritu de Jesucristo la llevará mar adentro.

La necesidad de una alternativa.

Hay en la personalidad del Beato Sebastián Valfré una dósis profunda de positividad y empatía con el mundo que le rodea, todo ello nace de una profunda unión con el proyecto del Reino, que se expresa en sus palabras y en sus obras y que se manifiesta palpable en el ministerio desarrollado tanto dentro como fuera de la Congregación. Podríamos hablar de que con su apostolado misionero (de calle) hace una propuesta novedosa, que hoy responde de una manera clara a la invitación que la Iglesia nos hace a los Oratorianos, a saber una manera de hacer pastoral creativa, y por creativa me refiero aquella que impulsada por el Espíritu es capaz de renovar mentes y corazones poniendo al servicio de la persona la fuerza del Evangelio y la capacidad para ofrecer modelos nuevos para tiempos nuevos. Ya el Concilio Vaticano II,  nos había recordado la necesidad de la renovación (aggiornamento) volviendo a las fuentes: Sagrada Escritura, Tradición Patrística y Liturgia.

Este desafío de capital importancia para los cristianos de hoy, consiste en la necesidad de crear formas de vida alternativas. No bastan las actitudes de protesta contra el orden establecido. La protesta contra todo lo injusto y deshumanizante debe estar acompañada de una propuesta positiva y practicable. La protesta se refiere siempre a una forma anterior; la forma alternativa apunta a modificarla parcial o radicalmente. En el caso de las iglesias, la palabra protesta -el no- debería estar siempre relacionada con el poder de crear nuevas formas de vida- es decir, con la capacidad de decir a un proyecto alternativo coherente con la dinámica de la realidad social-.

En el decurso de los últimos siglos, la Iglesia católica ha logrado elaborar una ética social sana, que pone un acento especial en los principios de la solidaridad y la subsidiaridad. Pero, en definitiva, la fuente inspiradora de todas las alternativas posibles no es otra que el evangelio. “Tuve hambre y ustedes me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber; estaba de paso y me alojaron; desnudo y me vistieron; enfermo y preso y me vinieron a ver” (Mt 25,35-36). Jesús el Hijo del hombre -pastor, rey y juez-, se identifica con sus hermanos más pequeños: con los que tienen hambre y sed, con los emigrantes y extranjeros, con los que perdieron su tierra y su techo. Estos pobres nos ponen permanentemente en la presencia del Señor.

La puesta en práctica de este mandato evangélico requiere que los cristianos tomemos en serio la dimensión pública de la fe y que los no creyentes asuman el compromiso de reivindicar una cultura solidaria. Es un mal inaceptable que haya tanta gente que no tiene qué comer, pero a esta necesidad se puede responder únicamente desde una cultura y desde una bien programada organización social.

Hoy se ha hecho evidente, quizá más que en ninguna otra época, que en la mayoría de los casos de ayuda a los más necesitados sólo es posible mediante la transformación de las estructuras sociales. Si la práctica del amor fraterno se limitará únicamente al ámbito de las relaciones interpersonales, sería incapaz de remediar el cúmulo de problemas inéditos que hoy se plantean a escala mundial. Po eso, es necesario que el amor se realice en el mundo y en la historia, que penetre y se haga efectivo en las estructuras sociales donde se juega el futuro de la humanidad. El contexto auténtico del amor Cristiano es la vida en sociedad, el campo del trabajo y de la producción, de la política y la economía, de las relaciones internacionales y del encuentro y del conflicto de las culturas. En todos estos sectores de la vida, el amor tiene que hacerse presente y demostrar su capacidad de transformar pacíficamente las condiciones sociales inhumanas. En una palabra, el amor debe adquirir una dimensión política. Cuando el Beato Sebastián Valfré asiste, acompaña, educa, forma espiritualmente la conciencia de la familia real del Duque Amedeo II, lo hace con una clara conciencia de la responsabilidad moral que ello conlleva, para el futuro de la patria y el de la Iglesia cuerpo místico de Cristo. El equilibrio que logra en este ambiente político es verdaderamente sorprendente y que da una visión de futuro en las relaciones Iglesia-Estado, descubriendo la necesidad de crear una Cultura donde los valores del evangelio penetren e influyan en la vida de los ciudadanos.

Las catástrofes naturales son inevitables, pero su desigual impacto en ricos y pobres no se debe a la naturaleza sino que en buena parte es obra de manos humanas. Un terremoto destruye casas, pero esas casas, en su gran mayoría, son las viviendas precarias de gente humilde que no puede construirlas de cemento y de hierro. En las zonas sísmicas se apela a normas de seguridad y se exige que las construcciones sean capaces de resistir a los terremotos y temblores. Pero esas normas son inútiles si los pobres no tienen recursos para cumplirlas. Por lo demás, es un hecho irritante que no se construyan viviendas dignas para la mayoría , cuando proliferan los edificios de las grandes empresas, los hoteles de lujo y los barrios residenciales.

La cooperación consciente, como modelo cristiano, es el privilegio de la convivencia humana, y será necesario un inmenso esfuerzo compartido -siempre dispuesto a enriquecerse con la experiencia de sus éxitos y de sus fracasos parciales- para ir gestando un nuevo proyecto de civilización. Se trata nada menos que de instaurar en el campo social un tipo inédito de relaciones humanas  (cuyo modelo apunto no ha sido inventado) y las comunidades cristianas renunciarían a un aspecto esencial de su compromiso con el evangelio si dejaran de tomar iniciativas concretas para llevar a cabo ese verdadero “experimento” histórico, ya iniciado nuestro beato en el siglo XVII.

El Dios de la revelación bíblica quiere tener con el ser humano -creado a su imagen y semejanza- una relación interpersonal, de persona a persona. Esta relación implica, de parte de Dios, un infinito respeto de la libertad y la responsabilidad humanas. San Agustín lo expresó en forma admirable: “Dios te ha creado sin ti, pero no te salvará sin ti”[26]. Ciertamente, nuestra venida al mundo no ha dependido de nosotros. Pero lo que si depende de nosotros es la realización de nuestras vidas. Los Padres de la Iglesia subrayan unánimemente el respeto divino a nuestra libertad. Máximo el Confesor declara: ”Ni siquiera el Espíritu Santo puede engendrar a la vida nueva una voluntad que se le resista; sino solamente puede hacerlo que consienta en ello”[27]. En el ser humano  se halla un ofrecimiento, y la respuesta a ese ofrecimiento depende de una libre decisión. Aplicando aquí la célebre distinción formulada por Blondel, en otro contexto, diríamos que Dios es “voluntad que quiere” y nosotros “voluntad querida”. Nuestro Dios nos ha enseñado que su grandeza se muestra en la kénosis. Es verdad que los condicionamientos económicos, sociales  y culturales ponen con frecuencia serias trabas al desarrollo espontáneo de la libertad. Pero incluso en condiciones desfavorables queda siempre un cierto margen de iniciativa -grande o pequeño- para no dejarse arrastrar por las circunstancias adversas y hacer de la propia vida algo constructivo. En tal sentido, como dice Gregorio de Nisa, “somos nuestros propios padres, creándonos tales como queremos ser, mediante nuestra voluntad, según el modelo que escojamos”. Sin olvidarnos de la gracia que nos acompaña en el camino de la vida, se podría proponer la siguiente variación del tema agustiniano antes citado: “Si Dios nos ha hecho sin nosotros, no nos hará sin nosotros”.

En la pedagogía del acompañamiento pastoral y la tarea de formar conciencias en nuestros días, ha de tenerse como una prioridad para las comunidades oratorianas, teniendo presente el ejemplo del beato Sebastián Valfré y su ministerio incansable que traduce en lo ordinario una dosis de profunda caridad. Pensemos en valores que justamente se defienden hoy como la tolerancia, la libertad y el diálogo. Pero una tolerancia que no sepa distinguir el bien del mal, sería caótica y auto-destructiva, del mismo modo, una libertad que no respeta la libertad de los demás y no halle la medida común de nuestras libertades respectivas, sería anarquía y destruiría la autoridad. El diálogo que ya no sabe sobre qué dialogar resulta una palabrería vacía.

Todos estos valores son grandes y fundamentales, pero sólo pueden ser verdaderos si tienen un punto de referencia que los une y les confiere verdadera autenticidad. Este punto de referencia es la síntesis entre Dios y el cosmos, es la figura de Cristo en la que aprendemos la verdad sobre nosotros mismos, así como se han de situar todos los demás valores por haber descubierto su auténtico significado. Jesucristo es el punto de referencia que ilumina todos los demás valores. Podemos decir, que es el punto de llegada del testimonio del Beato Sebastián Valfré, en la capacidad contemplativa de la Síndone, detrás de ello está un cristocentrismo que configura su vida personal de fe, su vida oratoriana, y su ministerio; las lágrimas derramadas sobre el santo lienzo mientras le remendaba, expresan lo que San Francisco de Sales llama gotas de sangre del corazón, la medida del amor es amar sin medida, manifestación de su pasión por Cristo y su Iglesia. Con su ejemplo nos hace reconocer cómo en Cristo se nos indica que el cosmos debe llegar a ser Liturgia, gloria de Dios, y que la adoración es el inicio de la verdadera transformación, de la verdadera renovación del mundo[28].

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[1] Bula Misericordiae Vultus (11 de abril de 2015), 12: AAS 107 (2015), 407.

[2]Calleri J., Vida del beato Sebastián Valfré, p. 80, Torino, 1834.

[3] Cfr. G.E., n. 86; “Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo..cuando esa es su intención verdadera y no palabras vacías, entonces el corazón es puro y puede ver a Dios”…

[4] Cfr. G E., n.176, el Papa Francisco muestra el ejemplo y la guía de María; “…ella vivió como nadie las bienaventuranzas de Jesús…la que conservaba todo en su corazón y se dejó atravesar por la espada…”.

[5] Cfr. Calleri, op. cit. p. 38.

[6] AAS., Francisco, Audiencia a los misionero de la Misericordia (10 de abril de 2018).

[7] Calleri.,op.cit, p. 101

[8] Cfr. Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 19: “ves la Trinidad, si ves el amor”.

[9] Cfr. Loyola I., Ejercicios Espirituales, FV Editions, 4ª semana.

[10] Calleri., op. Cit., p. 67. En una expresión bellísima de Calleri, dice: “…luego, mudando el semblante y la voz, con toda paz  se puso hablar de la Misericordia del Señor, confortándola a esperar en un Padre tan bueno y cariñoso, y a ponerlo en obra lo que acababa de mandar, como realmente lo verificó con grandiosísimo provecho de su alma…”.

[11] Feuerbach L., La esencia del cristianismo, Trotta. 2002.

[12] Cfr.,Calleri., op. cit., p.82.

[13] Nietzsche, Así habló Zaratustra, p. 54, Ed. Digital, Costa Rica.

[14] Francisco, Exhortación Apostólica: Evangelii Gaudium, no. 1.; AAS 105 (2013), 1221. “La Alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría…”.

[15] Bernanos G., Los grandes comentarios bajo la luna, Ed. Lumen, 2009.

[16] E. G., n. 2.

[17] Ya el Papa Francisco en la en la Exhortación Apostólica, Gaudete et exsultate, en el n. 126, hace un elenco de varios santos que armonizaron de una manera genial y novedosa en su vida la alegría y el sano humor. Entre ellos corona la lista nuestro Padre San Felipe Neri, podríamos afirmar que en nuestro beato Sebastián Valfré, este perfil oratoriano, heredado de su santo fundador se hace presente en su vida y ministerio.

[18] Cfr. De los escritos del Beato Sebastián Valfré, Archivo de la Congregación del Oratorio de Turín, Vol. 27, p.42.

[19] La Congregación del Oratorio de Turín se funda en 1649, entra el joven Sebastián el 26 de mayo de 1651, solo dos años después, durante sus casi 60 años de permanencia ininterrumpida en la querida Congregación desempeño los siguientes servicios desgastando su vida (Prepósito 20, Diputado 27, Maestro de Novicios 12, Responsable del Oratorio Parvo 18).

[20] Cfr. E.G. n. 24.

[21] Valfré se dió cuenta también de la impelente necesidad de que los representantes pontificios fueran eclesiásticos formados en el espíritu, además de culturalmente, sugirió al PP Clemente XI por medio de su hermano en Congregación, el Cardenal Leandro Colloredo, C.O., la fundación de una escuela que preparará el personal diplomático de la Iglesia; la Pontifica Academia Eclesiástica. (Recordando el III Centenario de su fundación el 26 de abril de 2001).

[22] CCCB. CA, El papel de los medios de comunicación frente a los problemas sociales del mundo, 7 de abril de 2008.

[23] Cfr. Carta del Papa Francisco al Procurador General de la Confederación del Oratorio de San Felipe Neri, con motivo de la apertura del año Jubilar por el V Centenario del nacimiento de San Felipe Neri. “San Felipe Neri, apunta el Papa Francisco, sigue siendo un modelo luminoso de la misión de la Iglesia en el mundo. La perspectiva de su acercamiento al prójimo, para testimoniar a todos el amor y la misericordia del Señor puede constituir un ejemplo válido para los obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos”.

[24] Cfr. Newman, J.H., La vocación oratoriana, traducción de Aureli Boix, Ed. La hormiga de oro, Barcelona, p.307.

[25] Cfr. Horkheimer M., Anhelo de justicia, Ed. Trotta, 2000.

[26] San Agustín, Sermón 169, 11,13.

[27] Máximo el Confesor, Disputa con Pirro, PG 91, c. 352. También en una obra que ha llegado hasta nuestros días, a saber, Mystagogía, el teólogo desarrolla esta idea cristocéntrica, el hombre verdaderamente libre se abre a Dios y a su voluntad y solo en ella encuentra su plenitud.

[28] Cfr. Calleri., op. cit. pp. 85-87. En estas páginas,  puede constarse la centralidad de su vida en el Misterio Eucarístico; el cuidado, la devoción y la fuerza de la gracia que alimentaba sus tareas pastorales y vida comunitaria en la Congregación.