26 de julio de 2018

Conferencia Magistral

El trato familiar y cotidiano de la Palabra de Dios: Fuente de la dimensión profética del oratorio en la Iglesia

Espositor: R.P. Konrad Schaefer, OSB

“Hablaré a su corazón” (Oseas 2,16); el trato familiar de la Palabra de Dios

Según el informe del profeta Oseas, su esposa, la señora Gomer, tenía todo lo que una persona hubiera querido para una vida tranquila – un marido quien la amaba, tres hijos, la vida cómoda – pero no le bastaba para que se sintiera feliz. Ella se separó de su familia y se daba a la prostitución. Según la analogía del matrimonio, Gomer proyecta el pueblo de Israel, contratada en matrimonio con su Dios. Respecto a ella, Dios afirma: yo la conduciré a mi esposa adúltera al desierto y ahí despertaré en ella su primer amor; “le hablaré al corazón” (2,16). Ella me responderá como cuando era joven, como el día en que salió de Egipto.

La expresión “hablar al corazón” se refiere al trato familiar de la Palabra de Dios. “Hablar al corazón” se refiere a la voz profética, en que el mismo mensaje de Dios, expresión de su cuidado atento a su criatura, encuentra su portavoz en el profeta, cuya función es contraponerse a las múltiples voces del siglo, filtrar las falsas voces en la cabeza que no conducen a la salud y la salvación; el propósito del dirigirse al corazón es alentar la esperanza del pueblo decaído, agobiado por las peripecias de su historia y la actualidad. Esta voz que se proclamaba antaño se oye hasta el día de hoy. El hombre y la mujer, los niños, adolescentes y jóvenes estamos inundados por los medios de comunicación y compartimos las noticias, buenas y malas; nuestro mundo está más accesible ahora que nunca antes. El SmartPhone, la computadora y la cibernética nos da acceso inmediato de la Copa Mundial en Rusia, de los estragos del ciclón en Bangladesh o de las zonas de extremo dolor en la política de Nicaragua. Nos informamos continuamente de detalles interesantes y no tan trascendentales, cosas que nos ayudan a vivir y detalles que nos desalientan. Y como respuesta a los medios de comunicación que filtran y canalizan las noticias y la propaganda – la publicidad, la campaña política, las ideologías del sexismo, racismo, socialismo, capitalismo, fundamentalismo – nos despierta la pregunta de Pilato a Jesús, ¿cuál es la verdad?; ¿cuales de todas las voces nos aportan la vida y los valores humanos y sobrenaturales? ¿Existe una voz alternativa al ruido del siglo en que vivimos, una voz que nos orienta hacia una vida sana, equilibrada y digna del ser humano?

En este ambiente Dios se dirige al profeta Oseas, “Hablaré al corazón”. Dios conduce a su esposa infiel al desierto. “Allí me responderá como cuando era joven, como el día en que salió de Egipto” (Os 2,16-17). La expresión es conmovedora, “Hablaré al corazón”, pronunciado por el profeta quien figura al amable Dios que busca recuperar a su amada esposa extraviada.

Esta voz profética no se calló después de que se cerró el canon de la sagrada Escritura. Es siempre vigente, audible “para el que tenga oídos”[1] – expresión de Jesús –. Su propio espíritu que aleteaba sobre las aguas del caos en el Génesis, el espíritu de Dios que, por el anuncio de los profetas, desconcertaba a los gobiernos y contradecía las corrientes políticas o religiosas en su historia, su espíritu que se presentó cuando Jesús salió de las aguas del bautismo en el Jordán y que regaló a la Iglesia en forma de lenguas incendiaras en Pentecostés, está presente en la Iglesia hoy y siempre, la función profética siempre es vigente, y amable Dios nos “habla al corazón” de una manera predilecta por la “lectura de Dios”, la práctica antiquísima en la Iglesia que se refiere con el término la lectio divina y que se conoce en nuestra familia oratoriana como “el trato familiar de la Palabra de Dios”.

La lectio divina consiste en abrirnos a la voz de amable Dios, una voz singular entre la cacofonía que nos llega cada día. Entre múltiples voces, hay una que exige nuestra atención, requiere inclinar el oído del corazón hacia la voz a veces difícil de atender o discernir, pero cuya finalidad es alegrarnos con la buena noticia de Jesús y la salvación. Como analogía de la audición que se requiere en la lectio divina, les comparto una parábola, “la Espera”.

Analogía. La espera

Antes de partir para el extranjero, Álvaro le había dicho a Berta, su esposa: “Te encomiendo a los chiquillos”. Son palabras que hacen pesada la partida. En esa frase Berta intuía la larga ausencia de su esposo y su espera hasta su próximo encuentro. Le tocaría a la esposa cumplir con los intereses y los roles de los dos padres hacia sus hijos. En cada tristeza sufrida o alegría celebrada, sentiría ella cumplir la confianza que Álvaro le encomendó. La memoria del amado motivaría sus actitudes y obras hasta su retorno.

Otras veces en su noviazgo y matrimonio Berta había sufrido su ausencia y aguantado la espera. En el pasado siempre hubo el gozo del retorno y la reunión, pero ausencias previas nunca habían sido como la de ahora, la espera nunca había sido tan prolongada. Ahora, toda la vida de la familia dependería de ella, de su fe, su fidelidad y amor constantes. Con el paso del tiempo, las llamadas y correos se hacían menos frecuentes. Los amigos que llegaban desde el extranjero con noticias de Álvaro eran poco frecuentes y hablaban sólo de datos lejanos y como si fuera de oídas. Fue entonces que rumores se insinuaron a la madre y esposa fiel. Se decía de Álvaro … que ya no volvería, que había olvidado su compromiso. Se decía que su corazón ya no estaba con ella, que derrochaba su amor en otra parte. Aquella ausencia prolongada, el silencio tan espeso – ¿acaso no era la prueba de que los comentarios tuvieran razón? –. Entonces la espera se volvía pesada para Berta. La larga ausencia, las noticias cada vez menos, exigían la fidelidad más allá de la razón.

Fue entonces que personas cercanas percibían un cambio de actitud en Berta, o, por lo menos, ellos presintieron algo nuevo. Por las noches, después de acostar a los niños, Berta se retiraba a su recámara; allí en el silencio nocturno su lámpara permanecía encendida. Algunos pensaban que se encerraba para llorar su soledad, que se retiraba para desahogarse de la amargura que su orgullo no le permitía reconocer ante los demás. Algunos opinaban que se retiraba para confesarse a sí misma, sin que nadie supiera, que aun ella dudaba del regreso de Álvaro. Sin embargo, un comportamiento extraño les llamaba la atención. Cuando ella salía de su soledad, se veía más animada, con la tranquilidad alegre, sostenida de nuevas fuerzas que le permitía atender los detalles de la familia. Salía de la recámara para encender en cada hijo el cariño por el padre ausente, y animaba a todos a vigilar y esperar su próximo regreso.

Lo que nadie sabía, quizá, era que en la intimidad de su recámara, había un tesoro que sólo ella guardaba, porque esta mujer tenía un corazón fiel, un corazón capaz de conservar todo lo que había de vida, y allí en las noches solitarias la esposa volvía a leer, releer y atesorar aquellas antiguas cartas de amor, recados y correos que había recibido en tiempos pasados de su amado Álvaro – mensajes que siempre despertaban y alimentaban su espera, cartas que le hablaban de ausencias dolorosas y reencuentros profundos – encuentros íntimos y gozosos gracias a la ausencia que hace crecer el amor – . Allí en la soledad Berta volvía a sentir latir el corazón de su amado esposo. Su amor fiel se reafirmó y se renovó cada vez más su propio amor, su confianza y su fe.

En esta historia de amor fiel, por medio de las cartas, la esposa reconocía el corazón de su amado esposo y sacaba fuerzas para revivir su amor y su esperanza, al mismo tiempo que levantaba el ánimo a sus hijos, a sus hermanos y a su prójimo. Es una parábola sobre el trato familiar de la Palabra de Dios. Después de su pascua, Jesús se nos fue y durante su ausencia nos dejó su Palabra, que es como las cartas de amor que alientan la espera del próximo encuentro, mientras alimentamos la memoria con los encuentros atentos y provechosos a lo largo de toda la historia de Dios con nosotros.

La Biblia, escribe Gregorio Magno, es una carta de Dios a su criatura; en el trato con la Palabra de Dios se aprende a conocer el corazón del amable Esposo[2]. Del «Itinerario espiritual» del Oratorio de San Felipe Neri[3], sobre el Trato familiar de la Palabra de Dios, se afirma: «Desde los orígenes del Oratorio se distinguía por el característico y especial diálogo sobre la Palabra de Dios, ejercido de modo familiar, sencillo objetivo, adherido a la vida concreta de dada día. Palabra meditada en el Espíritu Santo, asiduamente invocado».

 

El beneficio del trato familiar con la Palabra de Dios

Por su trasfondo cultural ajeno a la nuestra, los textos narrativos del Antiguo Testamento son difíciles, pero ahí encontramos la vida humana ayer y hoy, la historia de salvación manchada por la indecencia, violencia e infidelidad de pueblo de Dios; en muchas historias la presencia divina no es evidente en las páginas de la Biblia, porque, como sucede en nuestras vidas, Dios se mueve detrás de la escena. La misma Palabra nos ilustra cómo, detrás de la crónica de nuestra historia, Dios obra a favor de nuestra conversión.

Los salmos, Palabra de Dios, expresan el sentimiento humano a Dios, y nos prestan palabras para dirigirnos a Dios en la oración. Muchos salmos se quejan de las luchas en la vida, denuncian a los adversarios, reclaman a Dios desde el conflicto tanto social como espiritual, y de este modo sus expresiones despiertan la conciencia para apreciar la presencia de Dios en la vida humana. Qué elogio tan hermoso como, “¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (Sal 8), y la siguiente reflexión que lo alaba por la creación del mundo y la fabricación de su vicario en la tierra, “apenas inferior a los ángeles”, encargado del cuidado de su obra creado (vv. 5-7):

¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,

el ser humano para que cuides de él?

Lo hiciste apenas inferior a los ángeles,

coronándolo de gloria y esplendor,

le diste poder sobre la obra de tus manos,

todo lo pusiste bajo sus pies …

Por otro lado, qué consuelo el salmo 23, retrato de Dios como el pastor excelente que guía al rebaño de su pueblo hacia verdes campos y fuentes tranquilas, repara sus fuerzas, y se le avecina cuando camine por valles tenebrosos con la aclamación “tú estás conmigo”; sigue el retrato de amable Dios, anfitrión que «me preparas una mesa frente a mis enemigos; me unges la cabeza con» loción perfumada, llenas mi copa con vino o agua o leche de cabra – ¡ñam, ñam, ñam! –, y concluye, «tu amor y tu gracia me acompañan todos los días de mi vida».

También los salmos nos prestan las palabras adecuadas para reconocer la propia falta y volver al seno de la comunidad, para quejarnos frente a la adversidad o agradecer a amable Dios su presencia en la vida. Observamos como varios salmos expresan la confesión personal, y en un momento crítico el mismo texto se traspone en plural y vuelve al orante a la comunidad. El inicio y el final del salmo 130 ilustra esta trasposición de la voz individual hacia la inserción en la comunidad (130,1-4.7-8):

Desde lo más profundo calmo a ti Señor:

¡Señor mío, escucha mi voz!

¡Estén tus oídos atentos a mi voz suplicante!

Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá resistir?

Pero en ti se encuentra el perdón, por eso te respetamos.

Espera, Israel, en el Señor,

Porque suyo es el amor y la plena liberación.

¡Él librará a Israel de todas sus culpas!

Respecto al trato familiar de la Palabra de Dios en los salmos, aconsejo iniciar de una manera humilde: elige un salmo y hazte amigo de él; lee el mismo salmo a diario durante un mes; adopta como propios sus compases, sus imágenes y su motivo; permite que las mismas expresiones se vuelven propiedad tuya. Ahora, tú eres el poeta, y acudes a Dios con las frases prestadas del salmo. Para la selección, una buena opción sería un salmo para la noche, antes de descansar, uno de los salmos 4; 91 o 134; o bien, si fuera por la mañana, un salmo «invitatorio» (67 o 95 o 100). Un salmo confesional siempre es una buena opción, entre los salmos 6; 32; 38; 51; 102; 130; 143.

          Como testifica la vida de San Felipe, la Palabra de Dios es el fundamento para la revitalización de la auténtica vida cristiana, y la amistad con esta Palabra genera la vida nueva en Cristo, tanto para el individuo como para la sociedad. La misma Palabra de Dios sirve como fermento en la vida del creyente y, por consiguiente, en la vida de la Iglesia. Al tratar de modo familiar esta Palabra, se actualiza en la vida de la Iglesia la providencia del amable Dios quien siempre nos acompaña para salvarnos. Su Palabra no es mera historia de cosas del pasado, sino la crónica de su amor para la salvación que se encarna en la persona de Cristo e infunde en la vida humana su Espíritu. Con el trato familiar de la Palabra de Dios nos infundimos, como Oratorio y congregación de vida apostólica, a la sociedad con la fe firme y alegre. Así, como fruto de nuestra familiaridad con los protagonistas de la historia sagrada – Abrahán y Sarah, Isaac y Rebeca, Jacob y su familia, Moisés, Ester, Tobías, Rut, Judit, Ana, Samuel, David y los profetas, la santísima Virgen, los discípulos, Saulo-Pablo y Bernabé – el plan de la salvación siempre se actualiza –.[4]

La esposa junto al pozo

Varios textos en el Génesis, Éxodo y Números replican el tema de la novia encontrada junto al pozo: El sirviente de Abraham, que hizo el papel de intermediario, encontró a Rebeca, la futura esposa de Isaac, junto al pozo (Gen 24,13-21); Jacob besó a su amada Raquel junto al pozo (Gen 29,1-11); Moisés defendió a su futura esposa, Séfora, junto al pozo en Madián (Ex 2,15-17); los liberados esclavos de Egipto se trasladaban por el desierto de pozo a pozo. Jesús, bajo el sol de mediodía, entabló una conversación con la samaritana junto al pozo (Juan 4). De un modo similar el devoto que se acerca a la Palabra de Dios es conducido a un encuentro nupcial. El novio del Cantar de los cantares elogia a su novia y la compara con un refrescante manantial de agua (Cant 4,9-15):

«Me has robado el corazón, hermana mía, novia mía,

me has robado el corazón con una sola mirada de tus ojos …

¡Qué deliciosos son tus amores, hermana y novia mía;

son mejores que el vino tus amores! …

12 Eres un jardín cercado, hermana y novia mía;

eres un manantial cercado, una fuente sellada …

¡Fuente de los jardines, manantial de aguas vivas

que fluyen de los montes del Líbano!».

Con el agua el desierto se vuelve verde, crecen las plantas, se abre el espacio para el descanso e invita al pueblo a instalarse ahí donde hay agua que es vida. El pozo simboliza la nueva vida que ofrece Jesús a quien, sedienta de Dios, se le acerca. También evoca la sed que tiene Jesús de la salvación de la samaritana, para quien, a pedirle agua, le descubre su sed de las aguas vivas de la salvación.

Los patriarcas cavaron pozos en el desierto; los profetas abrieron pozos en la conciencia del pueblo. La Palabra de Dios es una profusa fuente de agua viva, de donde se derraman los secretos del misterio divino, porque toda la Biblia – la Ley, los Profetas, la sabiduría, los evangelios y las cartas – son un pozo. Pero hay que cuidar el pozo, mantenerlo limpio. Los pozos que los sirvientes de Abraham e Isaac cavaron en la región, los filisteos llenaron con tierra y basura. Isaac, prefigurando al Mesías, limpió los pozos cavados por su padre, que los filisteos habían ocupados (Gen 26,12-19). La Palabra de Dios hecha carne quita la arena y las piedras; limpia y quita los escombros de los pozos antiguos, y abre otros nuevos para que fluya y se convierte dentro de el que la bebe “en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Juan 4,14). El trato familiar y cotidiano de la Palabra de Dios es la manera de acercarse al pozo para sacar agua, cavar y limpiar un pozo, buscar el agua viva para restaurar fuerzas y encontrar ahí a su amado.

Sobre el proverbio, «Bebe agua de tu propio manantial, la que mana de tu propio pozo» (Prov 5,15), Orígenes comentó:

Procura, pues, tú que escuchas, tener tu propio pozo y tu propia fuente, para que, cuando tomes [la Biblia] entre las manos, empieces a producir de tu propio pensamiento alguna interpretación, y, conforme a lo que aprendiste en la Iglesia, intenta beber también tú de la fuente de tu espíritu. El manantial del agua viva está en tu interior; dentro de ti hay venas perennes y corrientes colmadas de sentido racional, si no están obstruidas por la tierra y la basura. Haz lo necesario por excavar tu pozo y purificarlo de la porquería, es decir, quita la pereza de tu espíritu y sacude la insensibilidad del corazón[5].

A partir de una lectura familiar, el lector-orante ve que los autores del texto sagrado experimentaron el mundo de una manera distinta de la sociedad. Sin la visión de la fe, se queda con una experiencia material y sensual del mundo que nos limita a una existencia provisional. Bajo la visión de la fe, que es la de la Palabra de Dios, el mundo se conoce como la creación constante de Dios y una revelación de su gloria, escrita por su dedo, capaz de ser descifrada por el creyente. Una persona se libera de las cadenas del pecado mediante la lectura y el trato familiar de la Palabra de Dios, y la lectio propicia la propia conversión de costumbres.

La persona prudente construyó su casa sobre roca

La Palabra de Dios no existe solo para ser estudiada y conocida, sino para entrar en amistad con ella para que se haga vida (Mateo 7,21): «No todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre del cielo»; por el trato familiar y cotidiano, la misma Palabra se vuelve el fundamento de la formación de la conciencia y el impulso para la vida evangélica. Jesús desentraña una linda parábola al respecto (Mateo 7,24-27; cf. Lucas 6,47-49):

«Así pues, quien escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a una persona prudente que construyó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron sobre la casa; pero no se derrumbó, porque estaba cimentada sobre roca. Quien escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a una necia que construyó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos, golpearon la casa y ésta se derrumbó. Fue una ruina terrible».

 Contra la casa que se construye, Jesús despliega las adversidades, «cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos» (v. 25), que describe una tormenta cuando la misma naturaleza se desata su furia en oleadas de agua y viento. La tormenta representa las pruebas o los golpes en la vida o bien un desastre. Sin embargo, tanto el agua como el viento sirven también como símbolos de la acción de Dios en la vida.

El agua de la parábola es el baño del bautismo que nos sumerge en el misterio pascal – la pasión, muerte y resurrección de Cristo –. Otra imagen, el viento, puede destruir y tirar los árboles, quitar el tejado o la lámina del techo y romper vidrios. Por otra parte, el viento [aquí, griego, ánemos] se asocia con la acción del Espíritu. Un sinónimo pneuma significa tanto “viento” como “espíritu”. Lo que parece una tormenta destructora igual puede ser la acción del Espíritu Santo que nos mueve las cosas para que crezcamos. De este modo, la lluvia, las inundaciones y el viento representan las pruebas, tristezas y los contratiempos, pero también señalan la acción de Dios.

La manera de enfrentarnos con el agua y el viento es determinante. Hemos sido sumergidos en el agua del bautismo, hemos recibido el viento del Espíritu Santo, pero si la conciencia no aprecia el valor de los sacramentos, resulta como un descompuesto molino de viento. ¿Para que sirve el molino, más que por adorno? Algunas casas son cimentados sobre la “roca”, cuya consistencia es el escuchar y poner en práctica las palabras de Jesús; otras casas caen arruinadas. Quien escucha y actúa de acuerdo a la enseñanza de Jesús tiene un cimiento firme; ha recibido la gracia de las aguas del bautismo y se refuerza con la acción del Espíritu Santo.

Te pregunto, ¿cómo percibes tú las lluvias, el diluvio y el viento en tu vida? ¿Son fuerzas negativas que destruyen, o de ellos surgen efectos positivos y vivificantes? Les cuento un encuentro que tuve recientemente con Ramón, un empresario que sufrió un asalto en su casa.

Ramón

Después de que unos asaltantes encañonaron a Ramón en la puerta de su casa, aquellos entraron a fuerzas, amarraron y vendaron los ojos de él, su esposa y sus hijos en su recámara, y arrojaron al suelo el contenido de la cómoda y el armario en búsqueda de dinero y cosas de valor. Después de este asalto, Ramón, creyente y activo en la vida de la Iglesia, dueño de un negocio próspero, responsable padre de familia, sufrió el derrumbe espiritual y sicológico. Tres semanas habían pasado hasta que su esposa, Gabriela, me informó que Ramón se encontraba en estado de depresión. Fui a la casa para conversar con Ramón. Nos quedamos callados durante un largo rato. De repente, Ramón, su rostro cambiado, se levantó y me dijo, «Recuerdo algo que había leído en el misal. No sé, si era el mes pasado o hace dos meses. Creo que era de san Pablo», y nos apresuramos a buscar en el buró donde tenía almacenados los misales mensuales. Indagamos en misal tras misal para encontrar el texto. El mes pasado, hace dos meses, día tras día. Finalmente, Ramón, salido de su tristeza autista, me mostró el verso de san Pablo: «Aquí, sí, esto explica lo que me está pasando», y leyó el pasaje: «Bendito sea Dios … Padre compasivo y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación, para que nosotros, podamos consolar a los que pasan cualquier tribulación con el mismo consuelo que recibimos de Dios» (2 Cor 1,3-4). Y luego, el salmo responsorial, «Aunque camine por valles tenebrosos, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu bastón me defienden» (Sal 23,4).

En esta visita aprendí que Ramón tiene la costumbre de leer las lecturas de la misa de cada día; fue su trato cotidiano de la Palabra de Dios que lo sacó del trauma.

Benedicto XVI considera que la práctica de la lectura orante – la lectio divina – de la sagrada Escritura, traerá una «nueva primavera espiritual» para la Iglesia[6]. Se refiere al trato familiar con la Palabra de Dios que ha sido cultivada a través de los siglos en el corazón de la Iglesia y que actualmente se redescubre, con entusiasmo entre laicos, consagrados y sacerdotes. Se refiere a la práctica de abrir el oído del corazón a la voz de Dios en la vida cotidiana, que sirve como base para la vida evangélica.

Discípulos a la escucha familiar del maestro

El mundo de la Biblia asombra, y a veces nos quedamos aprehensivos frente al riesgo de una falsa interpretación; pensamos que, antes de tratarse de la Palabra de Dios habría que estudiar y tomar clases, para evitar un trato superficial o una interpretación equivocada. En Los hermanos Karamazov cuenta Fedor Dostoievski que el anciano monje Zósimo le aconsejaba a su joven amigo Aliocha que leyese la Biblia a la gente sencilla «simplemente como ellas son», y le agregaba, «tú verás cómo el corazón simple comprende la Palabra de Dios»[7]. Es Zósimo quien habla:

«Léanles la Biblia sin fruncir el ceño ni adoptar actitudes doctorales, con amable sencillez, con la alegría de ser comprendidos y escuchados, haciendo una pausa cuando convenga explicar un término oscuro para la gente sencilla … Léanles la vida de Abraham y de Sara, de Isaac y de Rebeca; léanles el episodio de Jacob, que fue a casa de Labán y luchó en sueños con el Señor, al que dijo: «Qué terrible es este lugar.» Y así llegarán al corazón devoto del pueblo. Cuenten, sobre todo a los niños, que José, futuro intérprete de sueños y gran profeta, fue vendido por sus hermanos, quienes mostraron sus ropas ensangrentadas a su padre y le dijeron que lo había destrozado una fiera. Explíquenles que después los impostores fueron a Egipto en busca de trigo, y que José, al que no reconocieron y que desempeñaba allí un alto cargo, probó sus intenciones; los acusó de robo y retuvo a su hermano Benjamín, pues recordaba que sus hermanos le habían vendido a unos mercaderes junto a un pozo, en el desierto ardiente … Cuando los encontró tantos años después, José sintió por ellos un profundo amor fraternal, pero, a pesar de quererlos, les puso a prueba. Al fin se retiró … y rompió a llorar. Después se secó las lágrimas, volvió al lado de ellos y les anuncio con gozo: —Soy su hermano José.

Por medio de la lectura y el trato de la Biblia, la historia sagrada, sus consejos y oraciones se vuelven nuestras. Jesús se emociona porque la gente sencilla comprendía el Reino de Dios: «En aquella ocasión, con el júbilo del Espíritu Santo, dijo: –¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, ¡se las diste a conocer a la gente sencilla! Sí, Padre, así te ha parecido bien» (Lucas 10,21-22). Cuando Jesús contaba las parábolas, «Se le presentaron su madre y sus hermanos, pero no lograban acercarse a causa del gentío. Le avisaron: “Tu madre y tus hermanos están afuera y quieren verte”. Él les replicó: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”» (Lucas 8,19-21). ¿Qué hay de esta nueva definición de las relaciones familiares de Jesús? Les cuento una parábola, la « Simbiosis».
Parábola: Simbiosis

En el cuadro de la anunciación, María, una joven afable y viva, aparece dueña de una madurez excepcional y una capacidad de reflexión que brota en su sensibilidad al plan de Dios en su vida: «Yo soy la servidora del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1,38).

La ciencia de la fisiología describe de qué manera, en el transcurso del embarazo, todas las funciones vitales de la madre convergen en la criatura que crece en su organismo, la alimentan y la forman. En María, las funciones fisiológicas se dirigían al vientre donde germinaba el Hijo de Dios, y al mismo tiempo toda su alma – atención, emoción, meditación – convergía en ese mismo centro, teatro de la encarnación de Dios, donde la eternidad asumió la mortalidad, la majestad encontró a la humildad, el poderoso se hizo débil.

En una clínica de maternidad se comprueba con el ultrasonido un proceso: cuando la madre se emociona, se emociona también el niño en su seno. Si se acelera el ritmo cardíaco de la madre, igual se acelera el ritmo de la criatura; si se tranquiliza el corazón de la madre, el corazoncito de la criatura se tranquiliza. Todas las emociones de la madre son resonadas por la criatura y detectadas por la aguja del ultrasonido.

Así, en la Madre de Dios, de la misma sangre vivían el Creador y la criatura, del mismo alimento se alimentaban y del mismo oxígeno respiraban el Señor del universo y la servidora. De la misma manera que sus cuerpos eran un solo cuerpo, sus espíritus eran un solo espíritu: la atención de María y la «atención» de Dios estaban empalmadas en la intimidad inefable. María vivía, toda ella, en la presencia del Señor Dios que estaba presente y crecía como carne suya en su seno virginal.

La «simbiosis» sirve de analogía de lo que sucede en el trato familiar y cotidiano de la Palabra de Dios, y la Virgen de Nazaret es su patrona. Con su respuesta al ángel Gabriel: «Yo soy la servidora del Señor; hágase en mí según tu palabra», un mundo viejo murió y el mundo nuevo nació con la maternidad de María.

En la vida actual sucede algo análogo. Anhelamos sintonizar la propia vida con la Palabra de Dios, y lo logramos por medio de la escucha de la Palabra en la lectio divina, la «conspiración» del Espíritu Santo y la oración. Nuestra atención se empalma con la Palabra divina en una intimidad maravillosa; se crea una simbiosis – la vida común – mientras la Palabra toma forma en la propia vida, impulsa hacia la conversión y se expresa en las decisiones y acciones, en el modo de ser y pensar.

Después de la visita de la familia de Jesús y la re-configuración de su familia – «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lucas 8,21) – después de la parábola del sembrador y el envío de los discípulos a diseminar la Palabra, en otra ocasión, cuando Jesús predicaba, una mujer alza su voz y elogia a su madre: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron», y Jesús afirma, «Más bien, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lucas 11,27-28). En aquella ocasión Jesús proclama que su madre, la Virgen de Nazaret, es doblemente bienaventurada, por ser madre carnal de la Palabra de Dios y por ser la primera en responder con plena confianza al anuncio del ángel; esta bienaventuranza nos mueve a unir los oídos del corazón y nuestra confesión de fe para convertirnos en madre, hermano y hermana de Jesús, miembros íntimos de su familia, oyentes de la Palabra de Dios.

La interpretación de la parábola de los suelos que reciben la semilla

Después de exponer la parábola del sembrador y los suelos diversos que la reciben, Jesús ofreció una explicación (Lucas 8,11-15):

«El sentido de la parábola es el siguiente: La semilla es la Palabra de Dios. La semilla que cayó junto al camino son los que escuchan; pero enseguida viene el diablo y les arranca la palabra del corazón, para que no crean ni se salven. La semilla que cayó entre piedras son los que al escuchar el mensaje lo acogen con gozo, pero no echan raíces; ésos creen por un tiempo, pero al llegar la prueba se echan para atrás. La semilla que cayó entre la maleza son los que escuchan, pero con las preocupaciones, la riqueza y los placeres de la vida se van ahogando y no llegan a dar fruto. La semilla que cae en tierra buena son los que escuchan la palabra con un corazón bien dispuesto, la retienen y dan fruto gracias a su perseverancia».

Esta última frase, «La semilla que cae en tierra buena se refiere a los que escuchan el mensaje con un corazón bien dispuesto, la retienen y dan fruto gracias a su perseverancia», señala, en primer lugar, a María, la Virgen de Nazaret, quien logró esta bienaventuranza como nadie antes o después. Ella no puso ningún obstáculo frente a la Palabra; recibió su semilla eterna en su cuerpo y en su corazón, la conservó, la alimentó, para que diera fruto en la vida. Lo que pretendemos en el trato familiar y cotidiano de la Palabra de Dios es parecido, para que recibamos nosotros la bienaventuranza de la tierra buena que acoge la Palabra y la ponen en práctica. El beneficio del trato familiar de la Palabra de Dios es la transformación de la vida personal en “comunión de vida”. El «Itinerario espiritual» del Oratorio marca del estilo original evangélico de los tiempos de Felipe que «continúa siendo el medio de evangelización característico del Oratorio. La conciencia encarnada de la Palabra de Dios transforma la vida ‘en común’ en ‘comunión de vida’»[8].

Maternidad interrumpida

Según la analogía propuesta por el mismo Jesús, su familia se define por la escucha y el cumplimiento de la Palabra, como lo hizo su Madre. Pero siempre existe el riesgo de concebir la Palabra y no llevarla a término, un aborto. Existen diversos modos de no llevar a término la maternidad. Una maternidad incompleta sucede cuando se concibe una vida, pero no se llega a dar a luz porque, durante el embarazo, o por causas naturales o por el pecado de los hombres, el niño muere en el vientre.

Otra maternidad incompleta consiste en dar a luz a un niño que no fue concebido en el útero; acontece en la fecundación in vitro, cuando el niño se concibe en un laboratorio y posteriormente se introduce en el seno de una mujer. La maternidad incompleta también se presenta en el caso de los vientres rentados, los cuales se prestan para hospedar vidas humanas concebidas en otra parte, con el resultado que lo que la madre da a luz, no viene de ella.

Respecto a la Palabra de Dios también existen varias posibilidades de maternidad inconclusa. Quien acoge la Palabra sin ponerla en práctica, concibe a Jesús sin parto. Es el oyente de la Palabra capaz de cometer un aborto espiritual tras otro, formulando nobles propósitos que después son desatendidos y abandonados a medio término. En su carta, el apóstol Santiago nos instruye al respecto: quien se comporta hacia la Palabra como el observador es como alguien que echa un vistazo a su rostro en el espejo y luego se va olvidando cómo era. Quien alberga la Palabra, pero no la ejercita, sufre una maternidad truncada. Escribe Santiago (1,22-24):

«Pongan en práctica la palabra y no se contenten sólo con oírla, engañándose a ustedes mismos. Porque si alguno se contenta con oír la palabra sin ponerla en práctica se parece al que contemplaba su rostro en un espejo, y después de haberse mirado, se da media vuelta y en seguida se olvida de cómo era».

Además, existen cristianos que dan a luz a Cristo sin haberlo concebido; hacen obras buenas que no proceden del corazón, no surgen del amor a Dios y de la recta intención, sino de la costumbre, de la búsqueda de la propia gloria o de querer congraciarse con alguien. Quien manifiesta las obras y no cultiva una relación con la Palabra de Dios, puede caer en la maternidad incompleta.

En el trato familiar a la Palabra de Dios hay que prevenirse contra varios riesgos. Un primero es la lectura individualista del texto. Verbum Domini enseña que hay que tener «presente que la Palabra de Dios se nos da … para construir comunión, para unirnos en la Verdad en nuestro camino hacia Dios. Es una Palabra que se dirige personalmente a cada uno, pero también es una Palabra que construye comunidad, que construye la Iglesia»[9].

Un segundo riesgo en la lectura es el de dejarse embelesar por los componentes del texto – sus palabras, su formación – y reducir el contacto con la Palabra de Dios en un ejercicio de estudio. Este riesgo es vigente, sobre todo, en la formación académica. El sólo resolver los problemas vinculados al texto no lleva, necesariamente, a dejarse interpelar por él. Más aún, por una exagerada concentración en la exégesis del discurso humano el lector corre el peligro de volverse inmune al Espíritu que le conduce hacia la metanoia (“cambio de actitud”), que le alimenta e impulsa para ponerla en práctica.

La sagrada Escritura leída, pero sin buscar sus frutos, resulta en el replegarse en sí misma la Escritura. Pero tales circunstancias son las excepciones en el trato familiar de la Palabra de Dios. Muchas veces me asombra la facilidad y la naturaleza con que los lectores u oyentes no expertos del Antiguo Testamento hacen una transferencia o una apropiación cristiana y personal del mismo texto, algo que a veces cuesta a los expertos.

Del documento «Itinerario espiritual»: El Padre Manni [uno de los primeros discípulos de San Felipe] decía que para San Felipe: «Oír cotidianamente la Palabra de Dios compensaba los ayunos, el silencio, las vigilias, el salmodiar de los monjes, porque la escucha atenta de la Palabra de Dios era como cumplir con estos ejercicios»[10].

En lo siguiente, comentaré el valor del “Trato familiar de la Palabra de Dios” bajo el rubro de la práctica de la lectio divina en la Iglesia.

La lectio divina y su realce en el pos-concilio

La Pontificia Comisión Bíblica en su documento La Interpretación de la Biblia en la Iglesia (15 de abril de 1993) buscó la descripción adecuada para la lectio divina: «Es una lectura, individual o comunitaria, de un pasaje … de la Escritura, acogida como Palabra de Dios, que se desarrolla bajo la moción del Espíritu en meditación, oración y contemplación»[11]. La clave es el Espíritu Santo quien hace de guía en la lectura. El documento insiste sobre el doble aspecto, individual y comunitario, de la lectio y afirme: «La finalidad pretendida es suscitar y alimentar un “amor efectivo y constante” a la Sagrada Escritura, fuente de vida interior y de fecundidad apostólica»[12].

La lectio divina busca lo siguiente: el encuentro con Dios a través de su Palabra. Implica ponerse a leer, para disponerse a la reflexión y la oración. Sus frutos no vienen tanto por la acumulación del conocimiento científico de la Biblia sino por la vida de los fieles que acuden a la Palabra de Dios con el afán de conocer a su Autor (con mayúscula). Recuerdo una escena dramática narrada en 2 Reyes 22—23 sobre el joven rey Josías. Mientras realizaban la remodelación del templo, los ingenieros descubrieron una edición del Deuteronomio; cuando leyeron el libro en presencia del rey Josías, él se rasgó sus vestiduras, consultó a la profetisa Juldá y se emprendió la reforma religiosa. Su reacción es significativa; de la lectura se sigue la escucha, y de ahí una conversión, una trasformación de valores.

La lectio divina está atestiguada en la misma Biblia, en los midrashim (los comentarios) rabínicos, y es el patrimonio de los cristianos desde los primeros siglos de la Iglesia. Aunque por un tiempo fue descuidado, esta práctica de la lectura orante nunca desapareció de la Iglesia ya que los consagrados la conservaban hasta el día de hoy. El Concilio Vaticano II (Dei Verbum, números. 21, 25, 26) la reconoció vivamente y, desde entonces, los papas, los sínodos episcopales y los documentos de la Iglesia insisten en recomendar …

« … a todos los fieles, especialmente a los religiosos, la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo (Fil 3,8), “pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo”[13]. Acudan de buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios, en la lectio divina … Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el ser humano, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras”»[14].

San Ambrosio, comentando el salmo 118, advierte: «La Palabra de Dios es la sustancia vital de nuestra alma; la alimenta, la apacienta y la gobierna; no hay otra cosa que pueda hacer vivir el alma del hombre fuera de la Palabra de Dios»[15]. De la constitución dogmática Dei Verbum se añade: “Es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» (Dei Verbum 21). Juan Pablo II en Novo Millennio Ineunte exhorta a la Iglesia: «Es necesario que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia»[16]. Benedicto XVI se expresó sobre el tema en la exhortación apostólica Verbum Domini:

«El Sínodo ha vuelto a insistir más de una vez en la exigencia de un acercamiento orante al texto sagrado como factor fundamental de la vida espiritual de todo creyente, en los diferentes ministerios y estados de vida, con particular referencia a la lectio divina. En efecto, la Palabra de Dios está en la base de toda espiritualidad auténticamente cristiana»[17].

Respecto a la lectio divina y el trato familiar y cotidiano de la Palabra de Dios, la misma Biblia nos da la analogía de la alimentación, pues, el hombre “no vive solo del pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4,4; cf. Deut 8,3). Jesús, al demonio en el desierto, cita el texto que recuerda los cuarenta años de los antes esclavos en el desierto, afligidos y puestos a prueba, hambrientos, pero siempre alimentados por la mano de Dios en forma del maná, que representa la providencia de Dios y su Palabra.

Analogía de la alimentación y la digestión

Sobre la meditación de la Palabra Ezequiel ofrece la imagen plástica del libro comido: «Yo miré: vi una mano tendida hacia mí, que sostenía un libro enrollado […] Yo abrí mi boca y él me hizo comer el libro, y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y llena tus entrañas con este libro que yo te doy”. Yo lo comí y era en mi boca dulce como la miel» (Ez 2,9-3,3; ver Jer 15,16; Ap 10,9-10).

La actividad del lector-orante se concentra en dos momentos: uno activo, que es la fatiga de la lectura meditada, y uno reposado, que es el de la oración que conduce a la conversión y a la vida evangélica. La continuidad entre estos dos momentos es análoga al proceso de alimentación y digestión. No es extraño oír que la Biblia hay que comérsela. Escuchamos del Apocalipsis (Ap 10,8-11):

«Y la voz de cielo … habló otra vez y me dijo: “Vete, toma el librito que está abierto en la mano del ángel …”. Fui donde el Ángel y le dije que me diera el librito. Me dice: “Toma y cómelo; en la boca te sabrá dulce como miel y amargo en el estómago”. Tomé el librito de la mano del ángel y lo comí; y era en mi boca dulce como miel; pero, cuando lo tragué, sentí amargo el estómago. Entonces me dicen: “Tienes que profetizar otra vez sobre muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”».

El monje Guido (siglo 12º) redactó una carta, el tratado clásico sobre la lectio divina, y la describe en términos alimenticios: «La lectura lleva la comida a la boca, la meditación mastica y tritura este alimento, la oración obtiene el gusto, la contemplación es la dulzura misma que alegra y restaura».

El peregrino no se da por vencido

Jesús dijo (Lucas 11,9): «Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá». Describe la actividad de un peregrino que llega a la puerta de la casa, toca, insiste … y si nadie sale, va y llama por la ventana e insiste nuevamente. Si no se abre, va a la casa vecina y sigue su peregrinación de puerta en puerta, hasta que alguien le abre y le da un pedazo de pan. Describe el itinerario del peregrino, y también el trato familiar y cotidiano de la Palabra de Dios. El peregrino busca el sustento de cada día; se esfuerza para conseguirlo; toca la puerta e insiste, y no se da por vencido fácilmente. También en el itinerario espiritual se llega con humildad, hambriento y sediento de la Palabra, insistente en la búsqueda del sustento, como la cierva que anhela agua en el desierto: «Como busca la cierva las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, Dios mío» (Sal 42,2).

Orígenes escribe a Gregorio[18],

«Dedícate a la lectio de las divinas Escrituras; aplícate a ella con perseverancia. Comprométete en la lectio con la intención de creer y agradar a Dios. Si durante la lectio te encuentras ante una puerta cerrada, llama y te la abrirá el guardián, de quien Jesús dijo: “El guardián se la abrirá”. Aplicándote de este modo a la lectio divina, busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de las divinas Escrituras … Ahora bien, no te contentes con llamar y buscar: para comprender los asuntos de Dios tienes absoluta necesidad de la oración. Precisamente para exhortarnos a la oración, el Salvador no sólo nos dijo: “busquen y encontrarán”, y “llamen y se les abrirá”, sino que añadió: “Pidan y recibirán”[19]».

Para san Felipe no se trataba sólo de estudiar la Palabra de Dios como universitarios, «sino de meditarla a solas y en comunión fraterna, de dar nuestra respuesta en la oración y ponerla en práctica. Afirmaba: “El hombre sin oración es un animal sin discurso”»[20]

Pies desnudos para recorrer la sagrada Escritura

El libro del Éxodo narra el encuentro entre Moisés, pastor de rebaños en el desierto en torno al Sinaí, y Dios, que se le apareció en un arbusto sobre el cual está asentado llamas de fuego que no consumen el combustible (Exod 3,2-5):

El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse. Moisés dijo: «Voy a acercarme a mirar este espectáculo tan admirable: cómo es que no se quema la zarza». Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: «Moisés, Moisés». Respondió él: «Aquí estoy». Dijo Dios: «No te acerques. Quítate las sandalias de los pies, porque el sitio que pisas es terreno sagrado».

Con el símbolo de los pies desnudos ante la zarza ardiente se plasma el misterio del encuentro humano con Dios. En la lectura de la Palabra, si el intérprete se limita por los detalles del relato, se desanima; los elementos descriptivos van más allá que lo literal. El lector permite que los símbolos hablen por sí. ¿Cuáles son los símbolos en la descripción del encuentro con Dios en la zarza ardiente? Nos concentramos en los pies desnudos, para recalcar la actitud que nos conviene en el encuentro con Dios en la lectio divina.

El símbolo es accesible a todos: los pies, el lugar de contacto entre el ser humano y la tierra. Era necesario que Moisés sintiera sus pies sobre la tierra desnuda, que sintiera su propia desnudez ante una experiencia que rebasa su comprensión. La voz divina le instruye: “No te acerques; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar que pisas es suelo sagrado” (v. 5). En un acto de despojo los pies tocan el suelo. La palabra “sandalia”, hebreo na‘al, deriva del verbo que significa “cerrar, apretar, echar el cerrojo”. En hebreo la expresión “quitarse las sandalias” se refiere al abrir lo cerrado, sacar lo que aprieta o aprisiona los pies. Algo o Alguien fuera de lo común motiva que Moisés se descalce. Un misterio detiene a Moisés que ve la zarza arder sin consumirse y se quita sus sandalias; así descalzo, encuentra a Dios y a sí mismo. Frente a la zarza ardiente, se requiere despojarse de lo que le impide entrar en contacto de piel a piel con lo sagrado. Describe la disposición propicia para el creyente que entra en el trato familiar con la Palabra de Dios. Les comparto una parábola, «Aprender a leer».

Aprender a leer

En los poblados remotos en el estado de Guerrero, donde la gente se dedicaba al cultivo de la tierra, no había acceso a estudios escolarizados. Repetidas veces la comunidad solicitaba a un maestro del gobierno, pero era difícil conseguirlo. Se requería un recorrido largo para que un maestro llegara hasta los aislados poblados de las montañas. Pero un día llegó un maestro al caserío. Como no hubo dónde quedarse, mi abuelo lo invitó a hospedarse en la casa con la familia, en cambio de enseñar a los niños a leer.

En aquel entonces, la educación primaria fue a base de algunos textos que se llamaban silabarios. El maestro traía algunos tomos, para prestárselos a los niños y a las familias. Empezó con las clases de lectura y matemática y exigía a los niños el estudio y las tareas. Después de unas pocas semanas de dar las clases, el maestro tuvo que salir para arreglar algunos asuntos personales; entonces, dejó mucha tarea para que los niños estudiaran en su ausencia, con el acuerdo de presentar la tarea y cursar los exámenes cuando volviera. El maestro les advirtió: “Cuando vuelva, veremos los resultados de su dedicación y continuaremos con las lecciones”.

Durante los días siguientes, después de trabajar la tierra, los niños hacían sus tareas. Pero con el paso del tiempo y por la ausencia del maestro se desanimaron. Cada vez que mi abuelito los vio aflojándose en su aprendizaje, volvió a animarlos: “¡Qué tal que el maestro regrese, no estén preparados, y nos quedemos mal con él!” Así los niños seguían con sus ejercicios, y mi padre aprendió a leer. Es una parábola del trato familiar y cotidiano de la Palabra de Dios, donde la esperanza y la perseverancia generaban el aprendizaje y una vida más plena.

La dimensión profética del oratorio en la Iglesia. El picador de sicómoros

Me invitaron a presentar una reflexión sobre «El trato familiar y cotidiano de la Palabra de Dios: Fuente de la dimensión profética del oratorio en la Iglesia». Ahora me preguntan, después de una hora y media de probar su paciencia de ustedes, ¿qué hay de la dimensión profética del Oratorio?

Propongo la analogía del profeta como cirujano de sicómoros para producir fruto de un nuevo sabor en la sociedad. En una escena dramática en la vida del profeta Amós, los dueños del santuario intentaron callar la voz profética, porque denunciaba la plataforma política vigente. Cuando el encargado del santuario intentó expulsar a Amós, el profeta respondió (Amós 7,14): “Yo no soy profeta ni hijo de profeta; yo soy … un cirujano, un picador de sicómoros”.

La imagen habla de por sí mismo. Para que el fruto del sicomoro se madure, se requiere que se lo aguijonee. Amos es un especialista en el proceso de maduración de la fruta, para que pierde su mal sabor en la boca y la acidez en la digestión. Además de ser el horticultor de este fruto, como portavoz de Dios de Israel hace lo análogo en el pueblo de Dios. Como su oficio lo llevaba a recorrer el territorio donde produce el sicomoro, también su llamada de Dios lo llevaba desde su nativo Técoa hasta Betel, el santuario en el territorio del norte, a aguijonear o “picar” el fruto inmaduro de la religión de Israel. Su actividad servía para que su fe y su principios religiosos de la sociedad maduren[21].

El árbol sicómoro da una fruta con un sabor desagradable que produce indigestión. En tiempo de carestía, muchas personas aprovechan de este fruto para aguantar el hambre, a costo de su propia salud. Pero el sicómoro guarda una sorpresa. Si se realiza una incisión certera en el higo del sicómoro en una temporada precisa de su maduración, se le quita lo acidez y el fruto se vuelve digerible; la incisión drena las toxinas en la fruta que le dan mal sabor y acidez. De esta forma, el “picador” de sicómoros se convierte en un oficio importante en los tiempos de escasez, ya que su habilidad transforma el fruto pobre en beneficio de los más necesitados.

Apliquemos esta parábola a la presencia y la actividad del Oratorio en la sociedad y la cultura actual. De forma análoga al experto del árbol sicómoro, por el trato familiar de la Palabra de Dios, el Oratorio consciente es capaz de sembrar en la cultura actual – a veces sin sabor o aun con mal sabor de vida cristiana – un discurso alternativo y un nuevo sentido, en una cultura que hable de Dios y sacie las necesidades del ser humano, así como lo hacía en el tiempo de San Felipe Neri y el Oratorio durante los últimos 400 años. La cultura actual está cargada de frutos dispuestos a recibir el sabio aguijón del profeta. Los cristiano somos llamados a aplicar esta labor de mediación entre la Palabra de Dios y la cultura actual. En este consiste nuestra vocación profética. La Palabra de Dios es quién realiza la cirugía en el fruto, y permite una maduración para el bienestar de la sociedad. Pidamos a Dios que nos envíe el Espíritu Santo para que seamos capaces de dar el corte para que los frutos del evangelio se maduren en la cultura actual.

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[1] Frase en Mateo 11,15, con variantes en 13,9.43; Marcos 4,9.23; Lc 8,8; 14,35; Apocalipsis 2,7.11.17.29; 3,6.13.22; 13,9.

[2] S. Gregorio Magno, Registr. Epist. IV, 31 [PL 77, 706], citado por Cantalamessa, Tu palabra me da vida…, 100.

[3] «Itinerario espiritual», número 128 [p. 32].

[4] [Del Itinerario espiritual, no. 128 c:] «El Padre Talpa [miembro de la Congregación desde sus inicios] en 1613 escribía: “El Instituto del Oratorio consiste principalmente en anunciar cada día la Palabra de Dios de modo sencillo y familiar”».

[5] Orígenes, Homilías sobre el Génesis, 12, 5 (Biblioteca de patrística, Ciudad Nueva, Madrid 1999), 260.

[6] Benedicto XVI, A los participantes en el Congrego Internacional en el 40º aniversario de la Constitución conciliar Dei Verbum (16 de septiembre de 2005)

[7] Fedor Dostoievski, Los hermanos Karamazov, Libro VI, “Un Religioso Ruso”.

[8] «Itinerario espiritual», número 128 b [p. 32].

[9] Benedictus XVI, Exhortación apostólica Verbum Domini, 86.

[10] «Itinerario espiritual», número 128 c.

[11] El texto del parágrafo #44 sobre la lectio divina sigue: «La Constitución conciliar Dei Verbum (n. 25) insiste igualmente sobre una lectura asidua de las Escrituras … a todos los fieles de Cristo a adquirir “por una lectura frecuente de las Escrituras divinas la ’eminente ciencia de Jesucristo’ (Flp 3,8)” … El texto conciliar subraya que la oración debe acompañar la lectura de la Escritura, ya que ella es la respuesta a la Palabra de Dios encontrada en la Escritura bajo la inspiración del Espíritu. En el pueblo cristiano han surgido numerosas iniciativas para una lectura comunitaria».

[12] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretation…, parágrafo #44.

[13] S. Jerónimo, Com. in Is. Prólogo.

[14] Dei Verbum, 25, citado en el «Itinerario espiritual», número 129, p. 33; cita de S. Ambrosio, De officiis ministrorum I, 20,88.

[15] S. Ambrosio, Exp. Ps. 118, 7, 7: PL 15, 11350; citado en R. Cantalamessa, Tu palabra me da vida (Monte Carmelo, Burgos, 2009), 93.

[16] Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte (6 de enero de 2001), 39.

[17] Benedictus XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini sobre la palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia (30 de septiembre 2010), 86.

[18] Epistola ad Gregorium, 3: PG 11, 92.

[19] Citado en Benedicto XVI, Verbum Domini, Exhortación apostólica al clero, a las personas consagradas y a los fieles laicos sobre la palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia (30 de septiembre de 2010).

[20] Itinerario espiritual, número 129 a. El Itinerario continua afirmando, «La oración y la meditación de la Palabra de Dios han tenido siempre el primer lugar en el Oratorio que es ‘lugar de oración’ por antonomasia y escuela de oración» (número 130).

[21] En lo siguiente comparto la analogía que desarrolló el Cardenal Ratzinger en el discurso de cierre del congreso universitario sobre la comunicación, “Parábolas como mediadoras en la comunicación” (septiembre de 2002). https://www.religionenlibertad.com/…/sicomoro-universidad-y-cult… (consultado 20.vii.2018)